El público, a lo largo de la historia del cine, ha demostrado una notable capacidad para construir relatos colectivos sobre películas que trascienden la experiencia real de verlas. En 2019, la aclamación generalizada por Joker de Todd Phillips, protagonizada por un sublime Joaquin Phoenix, parecía indicar que nos encontrábamos ante un filme revolucionario. Sin embargo, las declaraciones de amor que llovieron sobre esta obra tan poco convencional y arriesgada para los estándares comerciales del cine de superhéroes ahora se ven envueltas en una nube de sospecha. La razón no es otra que el rotundo fracaso en taquilla de su secuela, Joker: Folie à Deux. Este inesperado declive plantea una pregunta incómoda: ¿Mintió el público en 2019 cuando afirmó que Joker le encantó?
Para entender este fenómeno, es esencial analizar el comportamiento del público ante ciertos productos culturales que trascienden la mera narrativa visual. En 2019, Joker fue un evento cultural, más allá de su calidad cinematográfica. Se convirtió en una película que había que ver, y más aún, había que admirar. Como suele ocurrir en muchos casos, afirmar lo contrario era considerado un acto de herejía social, especialmente en los círculos más cinéfilos. Era una película que, bajo su manto de reflexión psicológica, crítica social y arte «elevado», ofrecía la oportunidad perfecta para que el espectador medio se alineara con una postura crítica que quizás no comprendía del todo, pero sabía que debía defender.
Es similar al fenómeno de El Padrino (1972), una película universalmente aclamada como una de las mejores de la historia. Cualquiera que desee ser percibido como un amante del cine serio, afirma que El Padrino es su favorita, incluso cuando muchos ni siquiera la han visto o, en su defecto, no han terminado de apreciarla en toda su magnitud. Este tipo de afirmaciones culturales no nacen de la autenticidad, sino de la necesidad de pertenecer a un grupo. Aplaudir una obra maestra del cine es la forma más sencilla de obtener la aprobación social y parecer «culto». El Joker de 2019 funcionó de la misma manera. Las alabanzas hacia la película y la interpretación de Phoenix no solo validaban una percepción de inteligencia cinematográfica, sino que, en cierto sentido, elevaban a aquellos que se alineaban con su supuesto mensaje.
Pero el problema de las máscaras es que, tarde o temprano, caen. Joker: Folie à Deux, a pesar de contar nuevamente con Phoenix y la dirección de Phillips, no ha conseguido atraer al público que en 2019 la elevó a un pedestal. La baja taquilla en su primera semana no es solo un dato más, es la confirmación de que el entusiasmo de 2019 era, en gran medida, artificial. ¿Qué cambió? ¿La película dejó de ser relevante? ¿El público se cansó del personaje? ¿O, tal vez, la adoración hacia Joker fue simplemente una postura temporal, una reacción instintiva ante un fenómeno que, en el fondo, no conectaba realmente con las emociones profundas de la mayoría?
Una explicación plausible es que, en 2019, el público se sintió atrapado en una dinámica cultural que exigía adoración hacia una película considerada «de autor» dentro del marco del cine comercial. En un contexto en el que los filmes de superhéroes dominaban las carteleras y se percibían como entretenimientos banales, Joker surgió como una anomalía: una película que, aunque enmarcada en ese mismo universo, desafiaba las convenciones con su tono sombrío, su reflexión sobre la locura y su estética melancólica. El público se alineó con la crítica, proclamando su admiración, no tanto porque conectara genuinamente con la película, sino porque hacerlo reforzaba su propia imagen como consumidores cultos de cine.
Sin embargo, la secuela ha revelado una triste verdad: el público no está tan comprometido con el arte como quiere aparentar. En un giro irónico, ahora parecen ser los youtubers, las redes sociales y los comentarios previos a su estreno los que han influido en su recepción. Los comentarios negativos previos, que destacan que la película carece de la «chispa» de su predecesora, han disuadido a muchos de acudir a los cines. Esto demuestra una preocupante falta de independencia de criterio por parte del público. ¿Cómo puede ser que aquellos que en 2019 proclamaban su amor absoluto por Joker ahora, apenas cuatro años después, no estén dispuestos a ver su continuación?
Este fenómeno indica dos cosas. Por un lado, una frialdad con la que el público se aproxima a la cultura cinematográfica: una necesidad constante de validación externa, de seguir las corrientes del momento, de alinearse con lo que los formadores de opinión afirman. Por otro lado, se observa una total desconexión emocional con aquello que afirman amar. El cine, como cualquier arte, exige una entrega emocional, un compromiso real con la obra. El público de 2019, que proclamaba a los cuatro vientos su adoración por Joker, ha demostrado con su falta de asistencia a Folie à Deux que nunca estuvo realmente conectado con la película. Amaron la idea de Joker, no el Joker en sí.
Finalmente, este desencuentro revela algo aún más inquietante sobre la sociedad moderna: la falta de autenticidad. En un mundo hiperconectado y saturado de información, el público tiende a consumir y valorar aquello que otros ya han validado por ellos. La verdad, es decir, la verdadera conexión emocional con una obra, parece haberse perdido en el camino. Y en el caso de Joker, la secuela ha dejado al descubierto que, para muchos, su aclamación no fue más que una impostura cultural.