En 1989, el director Michael Schultz, ya célebre por la inconfundible estética ochentera de El último dragón (1985), se embarcó en un proyecto inesperado y singular: Tarzán en Manhattan. Este telefilm, cuya premisa entrelaza la selva y el mundo urbano en una curiosa reinterpretación del clásico literario de Edgar Rice Burroughs, nos presenta a un Tarzán que, lejos de los vastos y frondosos parajes africanos, se enfrenta a la intrincada y deshumanizante «jungla» neoyorquina. En esta obra, Schultz mantiene su característico estilo vibrante, juguetón y de acción desenfrenada, que atrajo a los seguidores de El último dragón, pero aquí lo adapta a un guion cargado de humor y aventura en un entorno completamente distinto.
La trama de Tarzán en Manhattan nos presenta a un Tarzán (interpretado por Joe Lara) que llega a la gran ciudad en busca de su madre adoptiva y de respuestas sobre su propia identidad. Sin embargo, la historia tiene un giro provocador: el héroe, siempre en comunión con la naturaleza, debe enfrentarse a un enemigo inesperado en esta ocasión, una corporación que se dedica al tráfico de animales. En su lucha contra el capitalismo deshumanizador y su cruzada en defensa de los valores naturales, Schultz hace que el protagonista se convierta en un símbolo de resistencia frente a la alienación que representa la ciudad, usando Manhattan no solo como un escenario, sino como una metáfora de los peligros de un progreso sin límites.
La dirección de Schultz es fundamental para capturar la esencia y el tono de la película. Tarzán en Manhattan tiene un pie en el pasado, al evocar la fuerza primigenia del héroe clásico, pero también es una crítica a los excesos de los años 80. La ciudad se muestra como un espacio inabarcable, caótico y tecnológicamente saturado, un contexto que el Tarzán de Schultz enfrenta con extrañeza, pero también con una determinación feroz. Schultz maneja los encuadres y la iluminación para contrastar los paisajes abiertos y soleados de las secuencias iniciales en la selva con la geometría y frialdad del concreto neoyorquino. La luz y la atmósfera de la ciudad adquieren un tono casi opresivo, enfatizando la confrontación entre el héroe natural y un entorno que se le muestra hostil y alienante.
Un aspecto crucial de este telefilm es su sabor ochentero, muy en línea con el legado que Schultz dejara en El último dragón. A través de escenas de acción extravagantes, guiños cómicos y personajes secundarios llamativos, Tarzán en Manhattan incorpora elementos del thriller urbano y el buddy film, permitiendo que el héroe forje alianzas inesperadas. La inclusión de personajes como Jane Porter, aquí reinventada como una taxista y cantante de club nocturno, añade un matiz inusual y moderno al clásico dúo, dejando en evidencia la capacidad de Schultz para reimaginar figuras arquetípicas con un toque contemporáneo.
Sin embargo, a pesar de los aciertos visuales y estilísticos, la película ha sido criticada por algunos por sus diálogos y efectos visuales, propios de una producción televisiva y, en algunos casos, demasiado simplistas para sostener el peso de la narrativa. La naturaleza camp del telefilm puede percibirse como una limitación, en especial cuando se lo compara con el cine de gran presupuesto. No obstante, si se observa desde una perspectiva estética y contextual, Tarzán en Manhattan tiene una carga irónica y autorreferencial que es marca distintiva de Schultz y que lo convierte en un producto cultural revelador, casi subversivo en su época.
En definitiva, Tarzán en Manhattan es una obra que se aleja de la solemnidad del Tarzán clásico y abraza una postura más irónica y desafiante, revelando un espíritu crítico hacia las estructuras del capitalismo y la creciente desconexión con el entorno natural. Michael Schultz, con su destreza para los símbolos y el espectáculo, logra transformar al héroe salvaje en un icono urbano, un «extranjero» que pone en tela de juicio los valores de una sociedad de consumo en pleno auge. Este telefilm, aunque no exento de imperfecciones, es un homenaje a la vitalidad del héroe intemporal y una reinvención excéntrica que, al igual que El último dragón, nos recuerda el poder del cine para mezclar géneros, desafiar convenciones y ofrecer historias tan atrevidas como entrañables.