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Veintisiete años después de Ford, Gordon Douglas se atreve con una nueva versión de «La diligencia». Una más porque son muchas las que han bebido y siguen bebiendo de esa fuente.
Y hacen bien, porque no es mala el agua que de allí mana. En el arte, como en la vida en general, son algo de lo más común los «tributos», las versiones o las copias descaradas. No hay que olvidar aquello que lo que no es tradición es plagio. También el propio Ford tuvo sus correspondientes «fuentes» de inspiración. Y no pasa absolutamente nada.
Personalmente tenemos la suerte de plantarnos ante la pantalla y centrarnos en lo que vemos sin ocuparnos demasiado en buscar comparaciones. Disfrutamos más de la cinta, por eso lo hacemos así.
Sobra hablar del argumento, de los prejuicios sociales o del perfil de los personajes, porque aquí hay pocas novedades respecto al modelo. Pero el guion tiene su propia personalidad, como la tiene también la realización e, incluso, la interpretación que, en general, en nada desmerece a Wayne y compañía.
En la obra de Gordon, además, brillan con luz propia los paisajes, la fotografía, la música y la ambientación. Lo que no es grano de anís. Tiene escenas espeluznantes como el viaje nocturno de la diligencia al borde de peligrosos precipicios en medio de la lluvia, o la carrera del coche a galope tendido perseguido de cerca por los sioux.
A destacar el papel del Dr. Josiah Boone (magnífico Crosby), por el que sentimos debilidad. Bebedor y parlanchín, «Doctor, si el hablar fuera dinero, sería usted el mejor cliente de mi saloon», se hace inseparable del vendedor de bebidas alcohólicas, Peacock (Buttons), al que administra localmente unas gotas para la garganta mientras le escamotea la mercancía. También aquí había curado una fractura a un hermano de Ringo Kid (Cord), como le espeta sin contemplaciones a un atildado dandi «La semana pasada saqué una bala de la espalda de una persona que le había disparado un ‘caballero'», como filosofa sobre su porvenir que oscila siempre entre «una mala bala o una buena botella». Igual que en la cinta fordiana atiende con éxito el parto de Lucy Mallory (Powers), después de despejar su borrachera con café bien cargado de sal o de «desinfectarse» las manos con whisky, para luego extraer con igual fortuna la flecha que alcanza a su protegido. Un manitas.
En fin, una obra más que notable que debe verse sin pensar mucho en el modelo que le sirve de inspiración. ¿No es acaso la denuncia de los prejuicios sociales uno de los pilares que sustenta la cinta de Ford? Pues vamos a liberarnos nosotros también de esta atadura, porque segundas o terceras partes no tienen porque ser necesariamente malas.
En el cine, como en la música clásica, debemos acostumbrarnos a que sobre una misma partitura o argumento, los directores puedan ofrecernos sus versiones personales.

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