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Como el planeta ha sido supuestamente arrasado por una guerra nuclear los humanos supervivientes se han organizado en grupos, se han deshumanizado y han ido en busca de otros para comerse entre ellos.
Y es en las solitarias carreteras donde se libran estas carnicerías…

Imagino a George Miller partiéndose de risa cuando a partir de 1.981 vio llover clones de su «Mad Max II» desde todas las cinematografías del Mundo; aquélla arrasa en los cines y populariza un subgénero que se convierte en el más imitado dentro de los abismos del «exploitation»: la ciencia-ficción post-apocalíptica. Pero absolutamente nadie logra superar ni igualar su inmortal joya; lo intentan los italianos con «El Exterminador de la Carretera» (entre otras miles de propuestas) y ese mismo 1.983, allá en Filipinas, el genio de la serie «Z» Cirio Santiago prueba suerte con «Stryker».
Su intentona de aprovechar el éxito de la obra maestra australiana será también el primero de los muchos films que éste dedicaría a dicho género. Dos años después, a poco de estrenarse la horripilante 3.ª parte de las aventuras de Max Rockatansky, Santiago vuelve a las andadas con otra concienzuda imitación de la 2.ª, en cuya producción, más ambiciosa, colabora Roger Corman, con quien Santiago ya había mantenido una longeva colaboración. Un tubo de escape que expulsa fuego inicia esta aventura directamente, en la cual no interesan prólogos de ningún tipo ni explicaciones acerca del escenario en el que estamos.

En «Ruedas de Fuego» a éste sólo le importa la velocidad y la ferocidad, de hecho ésta se concede pocos minutos de respiro; el héroe, Trace (que es como una combinación de Max y los personajes más ariscos y pasotas de Chuck Norris), llega a un poblado donde reside su hermana Arlie (ni más ni menos que la «playmate» estrella de 1.982 Lynda Ann Wiesmeier) y no deja pasar mucho tiempo para demostrar que, en efecto, él es el héroe de la película, salvando al novio subnormal de la anterior de morir en una pelea absurda.
Este comienzo y las posteriores persecuciones del trío protagonista por gente que se supone que son villanos denota no una falta total de sentido común, sino de poca vergüenza; a este director en absoluto le importa si lo expuesto está sujeto a alguna lógica narrativa, el puro entretenimiento es esencial, y de algún modo lo consigue con creces, y sirviéndose de un presupuesto ridículo (que bien se observa en la ejecución de las escenas de acción tipo «El Equipo «A» «, y el trabajo de efectos especiales y dobles). La violencia, por otro lado, pretende hacerla tan directa, abrasiva y misógina como la de Miller, aunque en una vertiente más festiva y comiquera.

El caso es que aquí no hay una trama con bandos que se peleen por la gasolina, el agua (como en «Stryker») o algún otro preciado recurso; aquí el resorte para la aventura es el secuestro de Arlie por un grupo de bárbaros comandados por un cabecilla de tres al cuarto llamado Scourge. Esto es: una pandilla de moteros de garrafón que poco o nada tiene que ver con las bestias del Humungus; y allá vamos con el protagonista a recorrer los caminos y sortear mil peligros mientras la pobre chica sufre la tortura de sus raptores (desde luego Santiago no escatima en mostrar toda la suciedad, sadismo y vileza de la misoginia).

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Lo que pasa es que este sencillo argumento de secuestro, venganza y persecuciones, que tantas veces usará el director, no precisaba de absolutamente nada más, y falla en querer meter de por medio una serie de inútiles subtramas y personajes «freaks» cuya finalidad es aparecer para morir. Así en este desierto tan poblado tenemos a grupos de saqueadores, salvajes cavernícolas, hermandades religiosas con esperanzas de abandonar el Planeta, personas con capacidades psíquicas y seres extraños que moran bajo las arenas (esta parte en el film consigue dejar sin habla por su grado de absurdez).

Detalles más cerca de la fantasía de «Star Wars», las aberrantes peripecias futuristas italianas (al estilo de «Los Nuevos Bárbaros» o «2.019: Tras la Caída de New York») o los cómics de «2.000 A.D.», que convierte todo en un autoparódico y delirante festival «sci-fi» sin parangón. Al final lo que queda es una sucesión de masacres de enemigos sin importancia, explosiones por doquier, mucho efectismo cutre y finales previsibles…aunque con un par de giros que ni tan siquiera yo esperaba; Gary Watkins, el más carismático de todos los actores que trabajaron con el director (después de David Carradine), se esfuerza lo que puede.
Héroe cínico a rabiar e implacable en todos los sentidos (especialmente mítico ese instante en que le vemos saltar desde un acantilado y caer de pie en el suelo…¡mientras dispara a los enemigos!) que hasta goza de su pequeña trama amorosa (e inútil, pues se acaba muy pronto…). Después de éste y la muy bien dotada pero mediocre Wiesmeier, unos habituales de Santiago tan pobres como Joe Avellana, Don Gordon Bell y Henry Strzalkowski; y si bien en conjunto sus dones técnicos son de barraca de feria, no puedo evitar sentir un cariño nostálgico por la banda sonora de Chris Young (tan calcada a la de Brian May).

Sí, con todas sus cosas malas, que no son pocas, esta sádica, desvergonzadísima y disparatada aventura es lo más potable y más espectacular (teniendo en cuenta sus limitaciones) filmado por el filipino, se podría decir que su obra culmen, un caramelo para los aficionados al «exploitation» post-apocalíptico y de los ’80.
Lo siguiente que rodaría en este género serían deleznables «corta y pega» de esta obra. Y un servidor si ha de ser sincero la prefiere, pero de lejos, a aquella farsa de George Miller y George Ogilvie con la histriónica Tina Turner…al menos la que nos ocupa me ha hecho reír de manera genuina, y no involuntaria.