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Con la entrada en el último siglo del recientemente extinguido milenio anterior, la imaginación popular se disparó. Muchos creían que el Apocalipsis se aproximaba; otros estaban convencidos (y no iban muy desencaminados) de que la humanidad acabaría atrapada en su avance hacia una sociedad cada vez más industrializada y despersonalizada, en la que la invasión tecnológica terminaría por destruir el planeta; quienes imaginaban la conquista del espacio buscando nuevos planetas donde vivir; y quienes temían que el mundo acabara sometido a un poder totalitario y absoluto.
En el campo de la literatura, siguiendo la línea comenzada por autores pioneros como Julio Verne y H. G. Wells, proliferaban obras que hablaban de un futuro poco prometedor. Cada una representando su propia concepción del mundo, pero todas soberbiamente ideadas, y con el exponente común del pesimismo. Así, entre las que considero entre las más relevantes de las primeras décadas, tendríamos «Un mundo feliz», de Aldous Huxley; «We», de Yevgeni Zamyatin; y la que para mí es la obra futurista cumbre de todo el siglo XX: la escalofriante «1984» de George Orwell. Cada una aportando su visión particular, bien inclinándose hacia el dominio absoluto de la tecnología, o bien hacia vertientes en las que las políticas totalitarias se hacen con el mando hasta extremos monstruosos.
En el arte del celuloide, la literatura de ciencia-ficción y futurista inspiró muchas películas. Pero también hubo cineastas capaces de idear su propia concepción de lo que nos aguardaba en los inciertos tiempos venideros, y algunos de ellos nos legaron el regalo de obras de arte que han quedado como obras de culto.
Como ejemplo, tenemos «Metrópolis» de Fritz Lang. Está encuadrado en el período del llamado «expresionismo alemán» que estaba en boga en la década de los veinte, y, como suele ocurrir a muchas maravillas que acaban de ver la luz, en un principio no fue valorada en lo que se merecía. Como se suele decir, nadie es profeta en su tierra y «Metrópolis» pasó por las carteleras sin pena ni gloria.
Hoy he tenido la oportunidad de ver una versión restaurada y reconstruida a partir del maltratado original. Y he de expresar lo mucho que me maravilla que, hace ochenta y un años, alguien fuese capaz de crear una genialidad como ésta.
Lang imaginó una polis del futuro en la que la división de clases es llevada hasta las últimas consecuencias. Y dicha división se halla marcada por la abismal diferencia entre una clase y otra tanto en la calidad de vida como en la separación física. Tanto es así, que la solvente clase pensante, dirigente e intelectual habita en la opulenta zona más elevada de la polis, mientras la clase obrera mísera y oprimida se ve relegada a la ratonera de la zona inferior. Una clase y otra no entablan el menor contacto entre sí, a no ser con el cometido de que los obreros reciban las órdenes de sus superiores. Y, aún así, siempre hay intermediarios para dicha función.