Raruno y calmo Spaghetti Western. Pocas cosas a fuego lento.
Son dos viajes y medio. Una vuelta parca y solitaria. Una ida concurrida y traicionera. Y la revuelta: triste y triunfadora.
Y cuatro desharrapados. Van Heflin como viejuno pundonoroso, buenazo a carta cabal; George Hilton (uruguayo en verdad, Jorge de toda la vida del señor) en el papel del hijo putativo, el melifluo, el mariposón; Kinski, un puñetero genio, haciendo una vez más de malvado sin par, el reverendo, precedido de truenos y relámpagos, impasible y cruel, bello y monstruoso; y, finalmente, el galán maduro, el gran Gilbert Roland (mexicano en realidad, Luis Antonio le llamaban en su casa), playboy venido a menos, pero todavía con distinción para dar y regalar. A esta cuadrilla, únele dos hermanos rubiales y retorcidos, un desierto, un par de tetas salerosas, muchos tiros, la cueva del oro de Alí Babá, polvo a raudales, malosos ocasionales…, y ya lo tienes.
Pero hay más, hay desparpajo y extrañeza, cierta libertad esquinada. Homosexualidad rampante y sin disimulos (una pareja es obvia, pero forzando la máquina se puede ir más allá; vemos a un Heflin demasiado pendiente de su «hijo» y de Roland, o a este último obsesionado con Heflin; podría ser todo una lucha de egos y despechos, de frustraciones sexuales y amantes encontrados, de celos y hombres en celo), un bailongo que no viene a cuento pero alegra el alma, un espejo y muchos afeites, aspirinas, malaria y depravación.