Django (Franco Nero, ‘El cazador de tiburones’) es un expistolero que lleva un tiempo retirado de la violencia y se ha convertido en un monje pacífico. Pronto se verá obligado a retomar sus antiguas prácticas al descubrir que tiene una hija, fruto de una aventura de años atrás. Ella ha sido raptada por Orlowsy, un cruel príncipe, y Django hará todo lo posible para salvarla, aunque para ello deba arriesgar su vida.
Ésta es la única secuela «oficial» del Django de Sergio Corbucci, y la única en que vuelve a aparecer Franco Nero. La verdad, se la podrían haber ahorrado. Es de esos títulos malos de solemnidad, garrulos, mal paridos desde la primera escena, mal planificados, mal interpretados, mal escritos, en fin, un desastre absoluto y total. Pues resulta que Django se hizo monje, vivir para ver, pero de repente se entera de que un malvado militar apodado el «Diablo», mira por dónde, se dedica al tráfico de blancas, y cuanto más menores mejor. Entre ellas… la propia hija de Django, cuya existencia ignoraba. Por supuesto, nuestro héroe cuelga los hábitos, agarra la ametralladora y allá que vamos. Pero todo lo que sucede es absurdo y deslavazado, machacado además por una fotografía de juzgado de guardia. En el ínterin, sale Donald Pleasence, que pasaba por allí, pero luego desaparece, no sabemos muy bien por qué, para emerger de repente sin más explicaciones. Franco Nero hace lo que puede, es decir, poco, y hasta las escenas de acción dan grima. El tal Nello Rossati dirigió poco, por suerte, sobre todo películas eróticas de ínfima calidad y peores resultados (los aficionados recordarán La enfermera, con Ursula Andress en bolas). No puedo resistir la tentación de citar un título concreto de este desaprensivo: Io zombo, tu zombi, lei zomba. Creo que con eso ya está dicho todo. Cualquiera entiende por qué le contrataron para esta desdichada secuela. A evitar como sea.