Sólo el maestro Yasujiro Ozu era capaz de explicar tanto en tan poco tiempo, con tanta sencillez, con tan escasos recursos y como digo, con una profundidad que no se ha visto más en el cine a la hora de tratar cuestiones relacionadas con la ética japonesa. Me ha hecho una ilusión especial observar que la cámara se mueve (al menos dos veces son las que he contado), hay que tener en cuenta que es el Ozu de los años treinta y si se me permite la gracia, estaba desatado.
Ante todo, se trata de una película imprescindible en su filmografía, creo que su cine se entiende mejor si se conoce la conducta propia de los japoneses pero lo que hace mejor a «El hijo único» es que todos, incluso los occidentales que no tengan ni idea del sistema de pensamiento japonés, pueden entender su mensaje. La raíz de la familia es el sentido del deber, algo que nunca se compensa y con el que se vive siempre, una gratitud imperecedera que une a padres e hijos y que hace que la familia sea un poderoso núcleo que siempre va a juzgar los actos de sus componentes. No es fácil hacer o deshacer, siempre hay un vínculo con el resto de la familia que no deja de empujar nunca. Ozu señala con una precisión asombrosa el sentido de ese agradecimiento filial y como es cine y hablamos de un maestro, trata con tanto mimo a sus personajes que es imposible no sentirse conmovido.
La madre se muestra dura y aparenta sancionar a su hijo por haber fracasado mientras un pequeño incidente le demuestra a ella y a nosotros que realmente ha tenido el éxito esperado como hijo y como ser humano.
Enhorabuena al que llegue aquí, es una película especial incluso por su contexto. Medio planeta estaba afilando cuchillos para hacer toda la sangre posible, si es que no estaban matándose ya. El propio Imperio Japonés estaba en ello. Y sin embargo, Yasujiro Ozu fue capaz de ofrecernos una historia con tanta ternura. Son cosas para no olvidar.