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Absolutamente conmocionado y noqueado emocionalmente. Así fue como me sentí al salir de la sala de cine tras haber visto la última película que ha logrado dejarme verdaderamente sin palabras. Sydney Lumet es como Vincent Van Gogh, un absoluto genio condenado injustamente a la indiferencia de sus coetáneos. Sólo ahora, cuando el ocaso de los días de este maravilloso contador de historias parece llegar a su fin, es cuando verdaderamente se puede entender la magnitud de su legado. Estoy convencido que en un futuro no muy lejano, el nombre de Syndey Lumet aparecerá con todo merecimiento en los libros de historia del cine como uno de sus mejores y más visionarios ejemplos.

Lumet es, junto a Peckinpah y, un poco más rezagado, Frankenheimer, el director de la generación de los televisivos que más huella ha dejado a lo largo de su obra en otros cineastas, y que más películas de mayor calado ha realizado, sin abandonar nunca ese estilo claustrofóbico que envuelve sus trabajos desde el primer fotograma, especialmente sus siempre interesantes dramas judiciales, sobre todo la obra maestra de su carrera, 12 hombres sin piedad, o sus thrillers, como Network o la magistral Tarde de perros. Si bien es cierto que en los últimos años se había dejado arrastrar por películas de una calidad baja que no estaban a su altura. Es por tanto que merece una enorme celebración ver la recuperación de un clásico de la dirección donde Lumet se ha vaciado para entregar una obra que bien podría ser su canto de cisne, de un clasicismo encomiable a la par de una modernidad comedida, rodada en digital y con una fotografía que de fría resulta casi glaciar, que hacen de esta muestra de género negro una de las grandes obras maestras del último año y en donde el veterano director ha vuelto a demostrar que no sólo no estaba muerto si no que continúa en una forma excelente a sus, si no me equivoco, 84 años.

Si esta película se hubiera hecho hace 70 años, probablemente la habría dirigido el John Huston de La jungla de asfalto, y si se hubiera hecho hace 50, Melville habría estado ahí detrás, pues, si bien es cierto que es una película puramente original, donde los homenajes genéricos brillan por su ausencia, si se nota un regusto por ese buen cine negro que radiografiaba el alma de sus personajes hasta desnudarlos por completo ante la cámara. Y es que Lumet aprovecha el robo para, como ya hiciera en Tarde de perros, tensar la cuerda dramática en un ejercicio de funambulismo cinematográfico que se mueve entre el drama más intenso movido por la destrucción del entorno familiar y el thriller modélico que deja en tensión al espectador durante dos horas gracias a ese descenso a los infiernos de los dos autodestructivos protagonistas, impresionantes Ethan Hawk y, sobre todo Philip Seymour Hoffman, inmersos en un intenso caos que ellos mismos han provocado y que no sólo no hacen nada por detener, si no que ellos mismos avivan por su torpeza. Y es que, como en la película protagonizada por Pacino y Cazale, los dos hermanos Hanson son un par de perdedores que ejecutan mal y rápido un absurdo pero aparentemente sencillo plan donde nada sale como pensaban, y que golpeará como un martillo sus respectivas vidas hasta hundirlas de todo. Lejos de ejercer cualquier tipo de valoración moral, Lumet sumerge su cámara en la vida de ambos hermanos y cuenta la impostura de ambos, su frágil situación social y demuestra que, a pesar de parecer uno, Hoffman, un aparente triunfador, y otro, Hawk, un perdedor endeudado, la distancia que hay entre ellos es inexistente.

Después de la genial «Declaradme Culpable», que pasó injustamente desapercibida por tener a Vin Diesel a la cabeza de su reparto, Lumet nos cuenta ahora una historia de redención, una de esas donde una historia que promete pintar bien acaba desmoronándose. «Toda causa tiene sus consecuencias», un mecanismo que hemos visto muchas veces en el cine y que casi siempre funciona en las manos correctas. De la misma forma que Woody Allen hizo con la genial «El sueño de Casandra», Lumet plantea esta trama centrándola en dos hermanos que deben hacer «algo» para salir de un apuro económico.

Todo está brillantemente planeado, nada -o casi nada- podría fallar. Y justo ese mínimo porcentaje es el que se da, desencadenando el caos absoluto. Lo primero que hay que alabar de «Antes que el diablo sepa que has muerto» es su montaje, simplemente cojonudo. Está montado a «capas», mostrándose por días pero de forma bastante original, no ordenadamente sino yendo atrás en el tiempo, luego avanzando, consiguiendo así armar un puzzle sencillamente cojonudo hasta la explosión final.

El reparto está genial. Ethan Hawke cumple bastante bien, Albert Finney está gigante y lo de Philip Seymour Hoffman ya es cosa de otro mundo. Tiene el mejor papel de la película y lo aprovecha cojonudamente, en cada secuencia se come la pantalla. Y además tiene una facilidad pasmosa para poner la cara roja e hincharse las venas, da un miedo de la hostia cuando se cabrea. Al final de cuentas, la cinta de Lumet es buena, sin duda alguna. La BSO está genial, la fotografía no demerece, el reparto levanta una historia no original en su planteamiento, pero sí en la forma de ser llevada a cabo gracias a un montaje ágil y cuidado. Y el final… qué final. Recomendada.

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Kelly Masterton estuvo dos años escribiendo este guión, después de rumiarlo por espacio de otros dos y antes de intentar durante siete dirigirlo él mismo. Ocho productores decidieron que Sidney Lumet lo haría, seguramente porque fueron incapaces de ponerse de acuerdo y la última opción que les quedó fue esa.

No se sabe nunca con certeza cuál es la aportación completa de un director a una película, sólo puede suponerse. Esto es lo que yo supongo que hizo Sidney Lumet.

Yo creo que Lumet comprendió que la estructura de saltos temporales del guión de ninguna manera podía convertirse en el eje de la narración. Sin embargo era imprescindible para la película porque ésta se basaba en el consecutivo descubrimiento de las entrañas de varios personajes; el desorden temporal propicia el orden psicológico. Lumet es extremadamente riguroso aquí y se hace evidente que evita que la película se convierta en un «mecanismo», o un juguete de relojería.

Además, con eso impide que la película deje de ser un film de personajes para abrazar el género de thriller de montaje crispado, que hubiera reducido a la nada el estupendo material del guión. El ritmo del plano es lento, Lumet decide que observemos, desecha la idea de una cirugía invasiva a nuestra mirada. Por cierto, que el montador se queda con las ganas de más acción y malabarismos a juzgar por los campanudos electroshocks visuales que inserta en algunos momentos. Quizás el ensamblado temporal, a veces impreciso, habría estado más conseguido si hubiera hecho mejor su trabajo.

Y esto nos lleva a los actores. Cuatro perfiles homogéneos y diversos, admirablemente interpretados en sus respectivos registros. La dirección de actores es coral pero diferenciada; los personajes poseen sus propios e individualizados atributos a la vez que la forma de conducirse y de padecerse entre ellos los complementa con perfecta limpieza. Imposible no elogiar a Seymour Hoffman por desbordarse manteniendo alejado el hueco histerismo.

La escena que casi prefiero es aquella en la que Hoffman acaba de ser abandonado por su mujer, cuando quita las sábanas de su cama, deja desnudo el colchón y desmonta otros cachivaches inútiles: Es el punto de ruptura definitivo, el orden que artificialmente respetábamos ya no sirve. Esta es la típica escena que un director estrella como Scorsese deja escapar cargándola de excesivo significado y que un productor de Hollywood, sencillamente, suele cortar. No sobra en «Antes que…» porque cumple el principio básico de hacer avanzar la trama, ya que Lumet se ha ocupado de que la trama sea precisamente observar el progreso -en realidad la progresiva caída- de los personajes.