Japón, Siglo XVI. Una aldea de campesinos indefensos es repetidamente atacada y saqueada por una banda de forajidos. Aconsejados por el anciano de la aldea, unos aldeanos acuden a la ciudad con el objetivo de contratar a un grupo de samuráis para protegerlos. A pesar de que el único salario es comida y techo, varios samuráis se van incorporando uno a uno al singular grupo que finalmente se dirige a la aldea.
Kurosawa puede quedarse a gusto, pues únicamente habiendo realizado esta obra cumbre ya entraría en los anales del cine. Este fresco que realizó sobre la historia del Japón feudal y sus costumbres es algo más que una peli de aventuras. Durante casi cuatro horas, nos sumergimos en el Japón como si estuviéramos allí, contemplando las batallas, ayudando a los campesinos, o buscando samuráis. Un auténtico monumento, una obra de amor al cine, una película perfecta.
La épica que tiene impresa toda la película es sin duda su gran fuerte. Partiendo de la base de que el género de aventuras es monotemático y tópico, esta película ya tiene un punto a favor. Y en su largo metraje, Kurosawa muestra una gran variedad de personajes. Le da tiempo a mostrarnos cada recoveco de los samuráis, pero también de la gran mayoría de los campesinos. La intención de Kurosawa es que, al acabar la película, entendamos por qué cada samurái ha aceptado el cargo de defender a los campesinos, y llegamos a la cuenta de que ninguno tiene los mismos motivos que el otro. Sus personajes nunca son planos, pues sabemos su pasado, su presente, y lo que esperan del futuro con apenas una conversación. Son personajes que viven, con sus preocupaciones, y se basan el un codigo, el bushido, marcado por el honor, el valor y el respeto. Y ello es extraño en una película de aventuras, pues se podría decir que Kurosawa » deja de lado » la acción. Y todo ello por no hablar del extraordinario final por la batalla. Unas escenas finales llenas de un lirismo auténticamente fordiano, y que superan con creces algo que a veces estropea una película: un mal final.
Pero a todo esto hay que añadirle el cuidado que pone Kurosawa en mostrar como era el Japón retratado en la película. Parece casi un fresco, una fotografía tomada en pleno Japón feudal. Todas las costumbres, sentimientos, e ideas propias de la época están reflejadas en la pantalla: la misoginía, la cobardía de los campesinos, la valentía de los samuráis, la amistad y el honor, algo importantísimo en unos personajes llenos de tanto carisma.
Y ya no me queda más que hablar de la dirección del maestro. Su dirección es sencilla, pura, sin efectismos baratos para dar más espectacularidad. Sus escenas intimas están recreadas de una forma lírica, pero real al mismo tiempo, con unas escenas de batalla en la que sabemos en todo momento lo que está ocurriendo gracias a que Kurosawa, al igual que el maestro Ford, no mueve la cámara a no ser que sea necesario, apoyada en la sutileza a la hora de contar los hechos, como cuando rescatan a un niño sin saber qué ocurre. Sin un montaje frenético, sabemos siempre que pasa, pues plantea las coreografías como un verdadero samurái planificaría la batalla. Y para ello contó con un reparto único, presidido por sus dos protagonistas favoritos: Mifune y Shimura, que alcanzan en esta película unas cotas
interpretativas supremas.