En la vasta galería del cine ochentero, poblada de niños aventureros y máquinas que despiertan humanidad, D.A.R.Y.L. (1985) ocupa un lugar especial. Esta joya de la ciencia ficción dirigida por Simon Wincer no solo es un compendio de la sensibilidad pop de su tiempo, sino también una exploración de la relación entre la tecnología y la identidad humana, vista a través del prisma de la inocencia infantil. Más de tres décadas después, la película resuena con una melancolía inesperada, recordándonos un futuro que nunca llegó a ser.
D.A.R.Y.L.: la nostalgia de un futuro imposible
En la vasta galería del cine ochentero, poblada de niños aventureros y máquinas que despiertan humanidad, D.A.R.Y.L. (1985) ocupa un lugar especial. Esta joya de la ciencia ficción dirigida por Simon Wincer no solo es un compendio de la sensibilidad pop de su tiempo, sino también una exploración de la relación entre la tecnología y la identidad humana, vista a través del prisma de la inocencia infantil. Más de tres décadas después, la película resuena con una melancolía inesperada, recordándonos un futuro que nunca llegó a ser.
Un androide con alma de niño
En una era cinematográfica dominada por el optimismo tecnológico y la fascinación por la inteligencia artificial —de Tron a Cortocircuito—, D.A.R.Y.L. narra la historia de un niño sintético dotado de habilidades sobrehumanas y una candidez enternecedora. Interpretado por Barret Oliver (inolvidable Bastian en La historia sin fin), Daryl (Data Analyzing Robot Youth Lifeform) escapa de un laboratorio ultrasecreto y encuentra refugio en el seno de una familia adoptiva que desconoce su verdadera naturaleza. La película se erige, así, en una emotiva meditación sobre la esencia de la humanidad: ¿qué nos hace ser quienes somos? ¿La programación o la experiencia?

El esplendor visual de los 80
Uno de los aspectos más evocadores de D.A.R.Y.L. es su estética puramente ochentera. La dirección de fotografía de Frank Watts captura la calidez de los suburbios estadounidenses con tonalidades suaves y doradas, haciendo eco del cine de Spielberg de la época. Hay una textura casi táctil en sus imágenes: los bólidos rugientes de la época, la paleta de verdes y marrones de los bosques que rodean la pequeña comunidad, los aeródromos que evocan la obsesión de la década con la aviación militar.
El vestuario y el diseño de producción están impregnados de la iconografía de los 80: los jerseys de punto, las camionetas familiares, los videojuegos de arcade y el mítico Commodore 64 que refuerzan la sensación de un tiempo en el que la tecnología aún era accesible y mágica, no ubicua y opresiva.

El latido nostálgico en el siglo XXI
Hoy, D.A.R.Y.L. se percibe con una nostalgia agridulce. La historia de un niño artificial buscando pertenecer, lejos de parecer ingenua, resuena en un mundo donde la inteligencia artificial se ha convertido en una presencia tangible y desconcertante. El filme destila un humanismo que contrasta con la frialdad del presente digital: mientras en 1985 soñábamos con robots que deseaban ser humanos, en 2024 nos preguntamos si los humanos están siendo programados para ser cada vez más mecánicos.
El cine de los 80 imaginaba futuros donde la tecnología servía para amplificar lo mejor de nosotros; hoy, el paradigma ha cambiado y la IA suele verse como una amenaza. En este contexto, D.A.R.Y.L. se convierte en una cápsula de un tiempo en que el asombro aún dominaba el discurso tecnológico.

Un eco de Spielberg y la infancia perdida
El cine de los 80 fue un canto a la infancia como estado de pureza y descubrimiento, y D.A.R.Y.L. no es la excepción. Comparte ADN con E.T., el extraterrestre y El vuelo del navegante, películas donde los niños protagonistas establecen lazos con lo desconocido y, en el proceso, revelan verdades sobre la humanidad misma. En Daryl encontramos ecos de David de Inteligencia artificial (2001), otro niño artificial enfrentado al dilema de ser más humano que los humanos.
Conclusión: el niño que nos soñó humanos
Pese a no gozar del estatus icónico de otras producciones de la época, D.A.R.Y.L. sigue siendo un testamento a la capacidad del cine para imaginar futuros y, en el proceso, capturar la esencia de su presente. Con su estética vintage y su relato emotivo, es un recordatorio de cuando el futuro era brillante, los videojuegos eran de 8 bits y los robots solo querían ser niños.