tumblr_ncivomK4Tl1rv0fbdo3_500

Para Robert Rodríguez, este año significaba más que una simple secuela fallida; era un reflejo de su progresivo alejamiento de la gran maquinaria hollywoodense. El cineasta, cuya independencia se había solidificado en proyectos anteriores, ya no tenía el apoyo de la industria que antes lo cortejaba, convirtiéndose en un paria dentro del mismo sistema que alguna vez lo celebró. La secuela de Sin City no encontró su lugar ni en los cines de muchos países, incluyendo España, un hecho que parecería inaudito dada la buena recepción de la primera entrega, tanto en términos de crítica como de taquilla.

Sin embargo, la película de 2014, aunque continuista, es una obra visualmente fascinante. Rodríguez y Frank Miller vuelven a sumergirnos en ese universo noir que, como en la original, mezcla con maestría el blanco y negro con destellos de color selectivos, creando una atmósfera tan hipnótica como oscura. La fotografía del filme, fiel al estilo del cómic, se convierte en un ballet visual de sombras y luces, donde los rostros angulosos y las siluetas se funden en un entorno brutal y decadente. Las sombras profundas y los claroscuros se asemejan a un grabado en tinta, una estética que, si bien ya no sorprende por su novedad, sigue siendo un deleite visual para aquellos que aprecian la estilización extrema del cómic llevado a la gran pantalla. Cada fotograma parece capturar la esencia del trazo de Miller, transformando la violencia en una coreografía gráfica donde la crudeza y el arte se entrelazan.

El diseño de producción no deja margen a dudas sobre la intención de Rodríguez: hacer del filme una pieza de culto en el terreno de lo visual, aunque el espectador ya no esté dispuesto a dejarse sorprender. Los escenarios, una vez más, están poblados por las calles sucias y los interiores oscuros de Basin City, que parecen atrapados en un tiempo suspendido, reminiscente de los años dorados del cine negro. El cromatismo limitado, con explosiones de rojo sangre o labios carmesí, no sólo da vida a los personajes, sino que subraya el contraste entre el bien y el mal, el deseo y la destrucción.

La banda sonora, a cargo del habitual colaborador de Rodríguez, Carl Thiel, se alinea perfectamente con el tono sombrío y atmosférico del filme, utilizando ritmos oscuros y melódicos para amplificar el aura de fatalidad que rodea a los personajes. La música, al igual que las voces en off de los protagonistas, actúa como un eco de las historias trágicas que se entrelazan en esta ciudad de perdición.

Al final, Sin City: A dame to kill for es una víctima de su propio tiempo. Su fracaso en taquilla, más que un testamento de su calidad, es una señal del desencanto del público con las secuelas, especialmente aquellas que no ofrecen un cambio radical respecto a la original. Irónicamente, si la película hubiese sido lanzada en la era del streaming, donde los márgenes del riesgo y la recompensa son distintos, quizá habría encontrado una audiencia más receptiva, dispuesta a sumergirse nuevamente en el universo estilizado de Rodríguez y Miller. En un mundo donde el consumo audiovisual está dictado por la inmediatez y la nostalgia, tal vez Netflix, Amazon o cualquier gigante del streaming algún día rescate esta franquicia, convirtiendo lo que hoy es un fracaso en una reliquia visual del futuro.