Textura fílmica: Rambo (1985)
Existen películas cuya textura no solo define un género, sino que imprime en el imaginario colectivo una sensación indeleble. Rambo: first blood part II (1985) es una de esas obras. En sus 90 minutos de metraje, Sylvester Stallone no solo reafirma su presencia física como un coloso del cine de acción, sino que transforma la pantalla en un lienzo de sensaciones táctiles, cromáticas y emocionales que trascienden su aparente simpleza narrativa. Textura fílmica: Rambo (1985)
En su esencia, Rambo es calor. Un calor abrasador que emana tanto de los verdes intensos de la selva como de las explosiones que cortan el paisaje con un rojo visceral. Este contraste, casi pictórico, evoca las pinceladas furiosas de un romanticismo bélico que podría encontrarse en las páginas de Joseph Conrad. Si El corazón de las tinieblas exploraba el descenso al abismo humano, Rambo hace lo propio, pero a través del prisma de un héroe diseñado para la acción lúdica. Cada encuadre parece construido para subrayar el sudor, la sangre y el esfuerzo físico; una representación casi barroca del cuerpo como máquina de supervivencia.
El filme abandona intencionadamente cualquier pretensión de realismo político o histórico. No se trata de reflexionar sobre las secuelas del Vietnam, sino de proyectar un nuevo lenguaje cinematográfico. Este lenguaje, donde la acción desplaza al guion, se siente táctil: el ruido sordo de los helicópteros, el chasquido de las flechas y el peso palpable de las armas configuran un universo sonoro que apela más al instinto que al intelecto. La experiencia de Rambo no es solo visual, sino inmersiva, con una capacidad para evocar sensaciones que lo sitúan como precursor de una nueva forma de «cine sensorial». Textura fílmica: Rambo (1985)
La planificación visual, a cargo del director George P. Cosmatos, refuerza este efecto. La puesta de sol que se convierte en un telón ardiente para un helicóptero en vuelo podría remitirnos a la paleta de un Turner, pero aquí, el romanticismo pictórico se subordina al espectáculo. La selva no es un mero escenario, sino una textura activa que confronta y envuelve al protagonista, un paraje donde los sentidos parecen amplificados. Se podría hablar de su verdor como el último refugio de un salvajismo poético, mancillado por la ira roja del héroe.
La narrativa, sin embargo, no busca profundidad. Es un vehículo para la figura de John Rambo, y Stallone entiende esto con una precisión casi matemática. Su cuerpo, preparado con rigor extremo, se convierte en una escultura viviente, un himno al físico como símbolo absoluto del poder cinematográfico. Es inevitable pensar en los héroes de la épica clásica; Rambo, como Aquiles, no necesita justificación moral, solo acción. Textura fílmica: Rambo (1985)
James Cameron, cuyo aporte en el guion añade dinamismo y cierta estructura funcional al relato, siempre ha renegado del resultado final, quizá porque Rambo no aspira a ser Apocalypse Now. Su virtud reside en otra dimensión: la de condensar el heroísmo, la venganza y la redención en una coreografía que es tan física como abstracta.
En definitiva, Rambo no se explica desde la razón, sino desde el impacto sensorial. Es fuego y selva, sudor y sangre, calor y movimiento. Una obra que, al igual que su protagonista, no busca ser entendida, sino sentida. Y en su textura ardiente y febril, encontramos una de las definiciones más puras del cine de acción, un género que a partir de entonces no volvería a ser el mismo.