CRÍTICA
En 1984, cuando Wes Craven dio vida a Pesadilla en Elm Street, su intención no era construir un imperio cinematográfico, sino moldear una obra cerrada, contenida, como un relato que despierta, tiembla y muere en su propio clímax. Sin embargo, Robert Shaye, el productor con instinto felino, olfateó el potencial abrasador de Freddy Krueger. Percibió, bajo las sombras del guión original, un personaje con “garras” para rasgar la taquilla. Fue Shaye quien insistió en un final abierto, plantando la semilla de un universo que desbordaría las pesadillas de una sola generación.
Tras el éxito abrasador de la primera entrega, no tardó en iniciarse la gestación de su continuación: La venganza de Freddy. El guión fue encargado a David Chaskin, un escritor novel cuya efímera trayectoria parece reflejarse en la insustancialidad de su obra. Irónicamente, el texto terminó en manos de Craven, bajo el pretexto de invitarle a aportar ideas, aunque la verdadera intención, tal vez, era convencerlo de volver a dirigir. Pero Craven, siempre crítico con la fidelidad al espíritu de sus personajes, declinó la oferta: “El guión no capturaba la esencia de Freddy. Era un camino torpe y me pareció mejor no participar”.
Así fue como el proyecto cayó en manos de Jack Sholder, un joven director que ya había trabajado con New Line Cinema en solos en la oscuridad, una pieza injustamente olvidada del subgénero slasher. Sholder aceptó la silla de director, insuflando su visión en un relato que, aunque sólido en su estructura técnica, perdió la brújula temática del mito original.
El juego de las luces y sombras
En esta segunda entrega, los paisajes oníricos de la primera película se diluyen en una narrativa que busca hibridar la realidad con lo grotesco. Freddy deja de ser el demonio de los sueños para intentar encarnar la realidad. La dirección artística apuesta por un entorno sobrio, casi claustrofóbico, en el que el maquillaje de Kevin Yagher se convierte en el verdadero protagonista. Freddy aparece más grotesco, sus ojos rojizos capturan un terror visceral, pero pierde la ironía mordaz que lo hizo icónico.
La partitura de Christopher Young, aunque criticada en su momento, encuentra una cadencia que subraya el tono sombrío. Sus acordes se apartan del estilo de Charles Bernstein en la primera entrega, creando un universo sonoro nuevo, aunque carente de la personalidad que lo ancle en el imaginario del espectador.
Una sublectura cargada de deseos reprimidos
Sin embargo, lo que hace de Pesadilla en Elm Street 2 un artefacto fascinante es su trasfondo homoerótico. Bajo su fachada de slasher, emerge una narración sobre la culpa y el temor al deseo prohibido. Freddy, con sus garras y su rostro desfigurado, se convierte en la encarnación de los miedos internos de Jesse, un adolescente que lucha contra el reconocimiento de su sexualidad en una sociedad represiva.
El guión navega por este subtexto con una audacia desconcertante para su tiempo. Desde el baile histriónico de Jesse en su habitación –una coreografía tan hilarante como reveladora– hasta el encuentro con su entrenador en un bar gay, la película está plagada de escenas que gritan su subtexto a viva voz. Incluso el clímax, donde Freddy emerge como el “otro” de Jesse, canaliza los conflictos internos del protagonista, atrapado entre el deseo y la culpa.
Un universo fragmentado
A pesar de sus logros conceptuales, la película carece de cohesión temática. El montaje deja cabos sueltos y la narrativa, en su esfuerzo por diferenciarse, desdibuja las reglas establecidas en la primera entrega. La escena de la piscina, donde Freddy irrumpe en el mundo real con poderes sobrenaturales, parece una concesión a lo espectacular, más que un punto de coherencia con el universo creado.
En su cierre, La venganza de Freddy se asienta como un capítulo desconcertante en la saga de Elm Street: visualmente impactante, pero narrativamente fragmentado. En su imperfección, sin embargo, reside una belleza extraña. Es una obra que se atreve a explorar los límites de su género, sacrificando la fidelidad al mito en favor de una exploración más personal, un grito de angustia entre sombras y luces, entre sueños y realidades, entre el deseo y el miedo.