Medio siglo de Chinatown: la tragedia americana que se escribió con agua y sangre
Hace cincuenta años, Chinatown (1974) irrumpió como un eco oscuro de un pasado americano que nunca dejó de ser presente. Dirigida por Roman Polanski y escrita por Robert Towne, esta obra funde el espíritu del cine noir con la hondura de una tragedia griega, en un retrato de la corrupción y el deseo insaciable que envenenan tanto al individuo como a la comunidad.
Ambientada en un Los Ángeles de 1937 bañado por la luz engañosa de un sol omnipresente, la película sigue los pasos de J.J. Gittes (Jack Nicholson), un detective privado atrapado en un caso que comienza con adulterio y termina desenterrando las raíces podridas de la codicia humana. El agua, fuente de vida, se convierte aquí en moneda de cambio, en arma y en símbolo de un poder que deshumaniza. Inspirada en las auténticas guerras del agua que moldearon la historia de California, Chinatown resuena como una advertencia intemporal sobre la devastación causada por la avaricia desenfrenada.
La dirección de Polanski destila precisión y visión. Cada encuadre está impregnado de una conciencia casi táctil del espacio y la atmósfera, con una cámara que permanece adherida al punto de vista de Gittes, como si el espectador compartiera su mirada y, con ella, su desconcierto y su angustia. La fotografía de John A. Alonzo, con su uso magistral de la luz natural, transforma a Los Ángeles en un personaje más: una ciudad tan hermosa como implacable, cuyos rincones parecen siempre a punto de revelar algún secreto incómodo.
Pero el verdadero corazón de Chinatown reside en sus personajes, tan humanos como inescrutables. Jack Nicholson interpreta a Gittes con una mezcla de astucia, vulnerabilidad y cinismo que se desmorona a medida que se acerca al núcleo corrupto del caso. Frente a él, Faye Dunaway da vida a Evelyn Mulwray, un personaje tan etéreo como trágico, cuya fragilidad contiene la fuerza de una mujer atrapada entre los engranajes del poder patriarcal. John Huston, como Noah Cross, encarna la figura del patriarca desquiciado por el poder absoluto, un monstruo que se oculta tras una máscara de cortesía paternalista.
El final, escrito por Polanski en un golpe de genio, destierra cualquier esperanza de redención. Es un desenlace que no solo cierra la trama, sino que redefine todo lo que el espectador ha presenciado hasta entonces: un grito sofocado contra la injusticia, el absurdo y la impotencia de los que se atreven a enfrentarse a las fuerzas que realmente gobiernan. “Olvídalo, Jake, es Chinatown” no es solo una frase; es una sentencia, un epitafio para la moral y la justicia.
La banda sonora de Jerry Goldsmith, con su melancólico y sensual uso de la trompeta, actúa como un susurro fúnebre que envuelve cada escena. Compuesta en solo diez días, su partitura no solo acompaña a la historia, sino que amplifica su tragedia, añadiendo una capa de fatalismo que resulta ineludible.
Chinatown es, a sus cincuenta años, más que un clásico del cine; es una sinfonía visual y emocional, una parábola sombría sobre la imposibilidad de escapar al peso de la historia y las fuerzas que subyugan al ser humano. En su esencia, esta obra no solo mira al pasado, sino que se proyecta hacia el futuro, recordándonos que los monstruos de ayer siguen respirando entre nosotros.