El placer voyeurista en Marnie, la ladrona y la despedida de una era hitchcockiana
Marnie, la ladrona (1964) marca no solo la segunda y última colaboración de Alfred Hitchcock con Tippi Hedren, quien también protagonizó Los pájaros (1963), sino que simboliza el ocaso de varios capítulos fundamentales en la filmografía del maestro del suspense. En ella, se despidió de figuras clave de su equipo creativo, como el director de fotografía Robert Burks, cuya impecable contribución había elevado doce de sus filmes; el editor George Tomasini, cuya muerte poco después del estreno sellaría el fin de una colaboración magistral; y el compositor Bernard Herrmann, cuya música se había convertido en un componente esencial de la gramática emocional del cine hitchcockiano. Esta película, por tanto, se erige como un epílogo melancólico, no solo en la trayectoria del director, sino también en el arte colaborativo que había definido su genio.
El filme inicia con una secuencia cargada de ambigüedad y tensión visual. Un plano detalle nos detiene en un bolso amarillo, del que solo podemos intuir su contenido, mientras una mujer de cabello oscuro camina de espaldas por un andén. Hitchcock, maestro del enigma, nos niega deliberadamente el rostro de la protagonista, avivando la curiosidad del espectador y alimentando el deseo de desentrañar lo oculto. Este sencillo gesto inaugural ya articula una de las constantes del cine del director: la fascinación por lo prohibido y el irresistible placer de mirar más allá de lo permitido. Pronto sabremos que la misteriosa mujer es en realidad Marnie Edgar, una rubia camaleónica que vive del robo y de la reinvención de su identidad, llevando consigo los 9.997 dólares que ha sustraído.
La película, como muchas otras de Hitchcock, erige un discurso sobre la mirada. La cámara, como un ojo casi humano, se desliza con morbosa precisión, invadiendo espacios y emociones sin pudor, y haciéndonos partícipes de una experiencia voyerista que no podemos evitar. Cada encuadre está diseñado con la meticulosidad de un relojero: no hay azar en el movimiento ni en la posición de la lente, pues cada plano está concebido para crear una atmósfera de tensión que atrape al espectador en la red narrativa. Este “ojo cinematográfico” nos sitúa en una posición ambigua: somos cómplices del robo, de la mentira, del deseo y del trauma, y al mismo tiempo, testigos incapaces de apartar la mirada. El placer voyeurista en Marnie, la ladrona
El placer desnudo de observar, de escudriñar lo prohibido, se convierte aquí en un acto estético que trasciende el mero entretenimiento. Hitchcock juega con nuestra vulnerabilidad como espectadores, sabiendo que no resistiremos la tentación de mirar, aunque lo que veamos sea inquietante o perturbador. Este acto de mirar, sin filtros ni pudor, es una experiencia primitiva que Hitchcock transforma en arte, haciendo de la cámara un catalizador que amplifica el drama y desnuda las emociones.
El montaje, que el propio Hitchcock prefería llamar “ensamblaje”, se convierte en el motor que da sentido a esta danza visual. Cada corte está pensado para tejer una narrativa visual en la que el ojo humano completa lo que el director insinúa. La música de Herrmann, profundamente entrelazada con las imágenes, actúa como un eco de las emociones de Marnie, reforzando su fragilidad, su ansiedad y, finalmente, su confrontación con un pasado traumático que define su presente. El placer voyeurista en Marnie, la ladrona
Marnie no es solo un thriller psicológico; es una exploración sobre la naturaleza de la observación y el deseo de saber, una experiencia estética que nos deja expuestos, como el personaje de Mark, incapaces de apartarnos a pesar de comprender los oscuros secretos que se revelan ante nosotros. Hitchcock, en su maestría, nos convierte en voyeristas no de cuerpos, sino de almas. Nos entrega el placer, y también la culpa, de mirar más allá de lo que deberíamos, de ser testigos de una realidad que, aunque incómoda, no podemos ignorar.
En este sentido, Marnie, la ladrona no solo marca un punto final en las relaciones laborales de Hitchcock con algunos de sus colaboradores más emblemáticos, sino que también se erige como una de sus obras más complejas y reveladoras sobre el acto de mirar, de narrar y, sobre todo, de sentir. La película nos recuerda que, bajo la superficie del suspense y del drama psicológico, late un cine profundamente humano que nos enfrenta con nuestras propias vulnerabilidades. En esa confrontación radica su grandeza.