Crítica Rambo: Last Blood
La representación de mexicanos como antagonistas en Rambo: Last Blood ha suscitado polémica, pero, en última instancia, esta estrategia narrativa no es inédita en el cine de acción ni mucho menos en la obra de Sylvester Stallone. Como en Acorralado, donde el propio aparato policial estadounidense se convierte en adversario, o en Rambo: Acorralado Parte II, donde el protagonista combate tanto a vietnamitas como a los militares estadounidenses que lo traicionan, la construcción de los antagonistas siempre responde a una convención del género que no busca un retrato documental de la realidad. En el mismo espíritu que el Ethan Edwards de Centauros del Desierto (1956) de John Ford, Stallone encuentra en el “otro” un reflejo de los fantasmas internos y, aunque en este caso es el narcotráfico mexicano, el mensaje permanece en la esfera de la ficción y la alegoría. Crítica Rambo: Last Blood
La última sangre en tierra propia: el héroe americano y la dialéctica del retorno al origen
Es crucial recordar que Last Blood opera en la tradición del héroe que regresa a su hogar, un “último asedio” en su propio territorio. Si en Acorralado la ficticia ciudad de Hope (Esperanza) simbolizaba tanto el ideal de retorno como el punto de conflicto para Rambo, ahora su rancho se convierte en el campo de batalla definitivo, una alegoría de cierre de una vida marcada por el desarraigo. Rambo, fatigado, un “vaquero” que busca reconciliarse con sus propias heridas y cuidar de su sobrina, encuentra eco en el western crepuscular, recordándonos al Ethan de Ford, otro hombre desplazado en busca de redención. Esta película se inscribe así en el linaje de los héroes desgastados, al estilo del Wayne en El Hombre que Mató a Liberty Valance o del Eastwood en Sin Perdón.
Pero no pretendamos buscar en Last Blood una reflexión política. Al igual que Ford matizaba en obras como El Último Combate, donde se revalora la figura del indígena después de ser el antagonista en Centauros del Desierto, Stallone utiliza la figura del narcotraficante como recurso narrativo para cerrar la saga. No se pretende elaborar una crítica social profunda, sino entregar un acto final a un personaje que nació para la acción, como otros héroes del cine ochentero que trascendieron las fronteras de la complejidad psicológica.
En este sentido, Rambo: Last Blood se presenta como un tributo al cine de acción más puro, ese que, en los años ochenta, se diferenciaba radicalmente de los productos actuales. Mientras hoy se tiende a lo serial, a tramas interminables que exploran minuciosamente la psique de sus personajes en temporadas de horas y horas, Rambo no necesita esos recursos. En un tiempo en el que bastaban tres minutos para presentar al villano y desencadenar la catarsis a través de su derrota, Rambo no busca psicología, sino resolución. Los 89 minutos de Last Blood son una experiencia directa y sin florituras, sin metáforas escondidas ni pretensiones didácticas. Crítica Rambo: Last Blood
Es posible que algunas voces prefirieran una aproximación moralizadora a los problemas de México, una explicación de los caminos hacia el crimen, como ocurre en filmes de denuncia social como Platoon o La Chaqueta Metálica. Sin embargo, Last Blood se mantiene fiel a su esencia y a su época, sin renunciar a los orígenes del héroe y sin ceder a los artificios de la corrección política. Stallone, a estas alturas de su carrera, opta por cerrar el ciclo de su héroe en los términos con los que lo construyó: a la manera de un vaquero crepuscular, sin sermones ni falsos mensajes redentores, siguiendo los pasos de un Tío Ethan o de los boinas verdes de antaño.
En última instancia, Rambo: Last Blood no pretende sorprender ni aleccionar, sino simplemente honrar la tradición del héroe solitario en un marco de acción sólido y efectivo, y, en este sentido, aprueba como un digno exponente del cine de acción contemporáneo. Así, Rambo se erige como un icono inquebrantable, una figura elemental que representa el tránsito del cine de acción hacia un imaginario en el que el héroe ya no es un personaje reticente y de sombras, sino una fuerza desatada, sin ambages, sin el más mínimo remordimiento por su desmesura. Rambo, que nació en las líneas ásperas y desencantadas de los 80, nunca tuvo la intención de ocultarse tras máscaras o dilemas complejos; él es, en esencia, la fuerza hecha carne, una llamarada de venganza y redención en un mundo que no le ofrece tregua. Su herida y su misión, tan visibles como el rojo de su banda, encuentran en la violencia un medio de resolución casi mística, una comunión visceral con el espectador que vibra ante la inmediatez del acto heroico, libre de la duda. Crítica Rambo: Last Blood
En esta última entrega, Rambo: Last Blood, Stallone sella el ciclo de su propio mito. En su sencillez narrativa y su exceso visual, su enfrentamiento se eleva a la categoría de ritual. Como un guerrero arquetípico, Rambo transciende su realidad, quedando en ese umbral donde el hombre se torna símbolo, al estilo de esos héroes modernos que hoy se anudan capas y antifaces. Rambo fue y sigue siendo una predicción de ese héroe desmedido, una figura cuya exageración en el cine de acción allanó el terreno para los titanes contemporáneos del cine de superhéroes. Rambo, como una proyección casi oracular de los futuros colosos de Hollywood, se inmola en cada lucha, no como un sacrificio sino como un testamento de fuerza. Él no teme al exceso, porque en su última frontera, la de su propio hogar, ha encontrado el espacio final de su combate y, quizás, de su paz, dejando su sombra como legado en el celuloide de la acción y en el imaginario de quienes aún anhelan ver al héroe en su forma más pura y desbordada.