Hablar de remakes basados en películas francesas es una práctica más que habitual; desde tiempos inmemoriales, Hollywood ha vuelto su mirada hacia el éxito en tierras galas, clonando de manera poco eficiente cuanto resuena en el territorio francés. Como bien reza el dicho, donde las dan, las toman; y esta vez fue Francia quien decidió «apropiarse» de una idea ajena de éxito local, adaptándola a su propia visión del séptimo arte.
En la tierra de Truffaut, con Hazanavicius a la cabeza del proyecto, no podía haber mejor elección que tomar el film japonés de culto y éxito titulado «Corten» (Kamera o tomeru na! en japonés) y recrearlo, o mejor dicho, deconstruirlo bajo el influjo de La Noche Americana de Truffaut y la cinta original japonesa, donde lo cómico y lo grotesco se entrelazan en un festín de zombis y cine.
Así, el director de The Artist logra, con notable estilo e ingenio, una obra que desafía tanto a los devotos de la original como a los nuevos eruditos que solo encuentran deleite en los filmes de pedos con planos fijos en yates repletos de gente pomposa.
Sin embargo, este no es un problema para el auténtico cinéfilo, aquel que se abstrae de las modas pasajeras y las opiniones superficiales, y se sumerge en las entrañas del rodaje ilusorio de «Corten». Un rodaje que, por cierto, cuenta con una Bérénice Bejo en su estado más natural, lo cual ya es de por sí un tesoro.
‘Corten’ no es una película fácil de encasillar ni de comprender; es probable que descoloque a los aficionados a las series coreanas de Netflix y similares, y tampoco creo que seduzca a los fervientes seguidores de telefilmes de plataformas de streaming masificados por redes sociales. Pero, sin duda, encontrará su lugar en el corazón de aquellos cinéfilos que aún conservan un ápice de humanidad y un profundo aprecio por el cine. Esos espectadores que no se acercan a la pantalla con pasos torpes, brazos en alto y buscando cerebros que devorar mientras emiten gemidos extraños.
‘Corten’ es divertida en su arranque e inteligente en su totalidad; es un rompecabezas con el que jugar, en el que cada pieza encaja a la perfección, como un pequeño reloj suizo, un Swatch colorido y juvenil que quizá no funcione en la muñeca de un conde, pero sí en la de aquellos que no sucumben ante la anodina moda de las smartbands.