Textura fílmica: El tren de John Frankenheimer
El tren (1964), dirigida por John Frankenheimer, es una obra que late con la densidad de los materiales: acero, carbón, pólvora, y el desgaste humano ante la brutalidad de la guerra. Esta película de espionaje y sabotaje en tiempos de la ocupación alemana en Francia no se contenta con relatar un conflicto bélico; va más allá y encuentra una poética áspera en cada elemento. Su textura es fría y metálica, pero en el frío del hierro hay, paradójicamente, un ardor latente, un choque constante entre la frialdad del acero y la calidez sofocante de la resistencia humana.
Frankenheimer muestra un dominio magistral de los recursos técnicos que intensifican estas sensaciones. Su uso de los largos travellings y tomas en grúa no sólo nos transporta al espacio físico del tren, sino que sumerge al espectador en la rigidez opresiva de los vagones, en el sudor y la desesperanza que parecen escurrirse entre las piezas de metal. En este sentido, El tren recuerda a obras como El ejército de las sombras de Melville en su exploración de las emociones contenidas y el silencio abrumador de quienes luchan desde las sombras.
Visualmente, Frankenheimer trabaja con una paleta monocromática y grisácea, una que evoca la esencia del carbón y la ceniza. Este tono sombrío parece sellar cada escena en una cápsula temporal que trasciende la Segunda Guerra Mundial, evocando una realidad casi atemporal, como si el espectador estuviera viendo una franja de metal en plena oxidación. Como el mejor cine en blanco y negro, El tren no busca esconderse en el lujo del color, sino que acentúa cada contraste y, con ello, transmite una crudeza desnuda. La falta de color no es una limitación; es una decisión artística que pone el peso en los tonos duros y metálicos, similares a los que podríamos encontrar en el universo de Dreyer o de Lang.
La acción no es un espectáculo de fácil digestión. Al contrario, hay en cada explosión, en cada destrucción, una visceralidad que recuerda al espectador que está ante algo tangible. Cuando el tren es bombardeado, el caos no se manifiesta como un momento cinematográfico, sino como una ruina palpable, un recuerdo del desastre. Este énfasis en la realidad física de la guerra y de las fuerzas en conflicto convierte a El tren en una obra que reverbera en la memoria visual y sensorial mucho después de haber terminado.
Las actuaciones complementan perfectamente esta atmósfera. Burt Lancaster, con su presencia física imponente, aporta una autenticidad que raya en lo documental. Su movimiento en las escenas de acción, sin dobles ni atajos, se integra con la dureza del espacio, con la incomodidad del sudor y el cansancio; es casi posible percibir la textura del metal bajo sus manos, o la rigidez de su cuerpo sobre el acero de las vías. Aquí, Lancaster es más que un actor; es una extensión de los elementos industriales que definen la película.
El tren destila una textura que podría describirse como una mezcla entre lo árido y lo febril, una obra fría en sus materiales pero caliente en su esencia. Es una narrativa metálica, desprovista de sentimentalismos, con una capa de amargura que intensifica su belleza. A medio camino entre el documental bélico y el thriller de alta tensión, logra una de las hazañas más difíciles en el cine: mostrar el peso de la guerra desde un lugar de verdad absoluta, de una crudeza poética que sigue resonando en las generaciones que tienen el valor de enfrentarse a esta obra única.
Y el desenlace de El tren es devastador, pues no se conforma con extinguirse en la pantalla; la trasciende y se proyecta hacia nosotros, revelando una verdad inquietante: el horror es una sombra eterna, siempre acechante, porque en nuestra fragilidad de seres humanos nos convertimos en peones de fuerzas superiores. Somos instrumentos dóciles de un poder implacable que, en su despiadado dominio, nos transforma en los mismos demonios que nunca estuvimos destinados a ser.