La oculta mano del crimen

La oculta mano del crimen

Crítica Cinematográfica: «Trackdown» (1976)

«Trackdown», dirigida por Richard T. Heffron, es una película de acción de serie B que, pese a su evidente carencia de grandes pretensiones, logra cumplir su propósito como un entretenimiento áspero y perturbador. La cinta se erige como un relato sombrío sobre el tráfico de personas, un tema de actualidad que sigue resonando más de cuatro décadas después de su estreno. Protagonizada por James Mitchum, hijo del icónico Robert Mitchum, la película inmediatamente enfrenta un desafío: el joven Mitchum carece del magnetismo natural y la presencia en pantalla que convirtió a su padre en una de las figuras más icónicas del cine clásico. Sin embargo, en este caso, esas carencias no lastran del todo la obra, pues el personaje de Jim —duro, tosco y decidido— encuentra en su falta de refinamiento un espejo casi orgánico de la propia narrativa.

El guion de Paul F. Edwards, basado en una historia de Ivan Nagy, sumerge al espectador en los bajos fondos de una América oscura, donde la glamurización de Hollywood contrasta brutalmente con los horrores de la explotación sexual. Jim viaja desde su Montana natal a una ciudad que promete fama y fortuna pero esconde una realidad sucia y violenta, en la que su hermana Betsy se ve atrapada casi de inmediato. La premisa, aunque arquetípica, tiene el mérito de presentar una narrativa directa y sin ambages, que no teme ensuciarse en la sordidez de su tema.

El director, más conocido por sus trabajos en televisión —en series como Norte y Sur y V—, aporta al filme un tono que inevitablemente remite a la pequeña pantalla. La estética es decididamente setentera, con una realización que se sitúa a medio camino entre la crudeza del cine de explotación y los recursos narrativos de las producciones televisivas de la época. Si bien este toque televisivo podría ser visto como una debilidad, en realidad se convierte en un arma de doble filo: por un lado, limita el impacto visual de la película, pero por otro, refuerza su carácter marginal, casi de culto.

En el apartado interpretativo, es innegable que Mitchum no alcanza la profundidad actoral que su papel podría requerir. Sin embargo, su falta de carisma es compensada por una solvencia física adecuada al tipo de héroe de acción que la trama demanda: un hombre decidido a salvar a su hermana, golpeando puertas —y caras— en el proceso. El reparto secundario, compuesto por rostros como Karen Lamm y Erik Estrada, añade una cuota de interés que evita que la película decaiga en el ritmo.

Uno de los elementos más sobresalientes de Trackdown es su retrato sin concesiones de un submundo que rara vez encuentra su lugar en el cine convencional. El tráfico de personas, la violencia sexual y la explotación son presentados con una crudeza que desafía el tabú, y aunque el enfoque sensacionalista a veces peca de morboso, la película logra mantener un tono que evita la frivolidad. En este sentido, resulta curioso notar cómo el filme parece adelantarse a su tiempo, abordando un tema que décadas después sería tratado con mayor sensibilidad y profundidad en el cine contemporáneo.

La banda sonora, a cargo de Charles Bernstein, complementa adecuadamente la atmósfera del filme, contribuyendo a crear un entorno opresivo y casi claustrofóbico. La fotografía de Gene Polito también merece una mención, con sus encuadres áridos y contrastados que capturan tanto la belleza inhóspita de Montana como la fealdad implacable de los callejones de Los Ángeles.

En resumen, Trackdown es una obra modesta, tanto en presupuesto como en ambición, pero cuya honestidad y falta de pretensiones la elevan dentro del género de acción setentero de serie B. No es una obra maestra ni un clásico olvidado, pero ofrece una mirada sin adornos a un tema difícil, convirtiéndose, a su manera, en una película que merece ser redescubierta. Más allá de sus limitaciones formales y actorales, su carácter directo y su abordaje sin tapujos la convierten en un testimonio inquietante de una realidad aún vigente.