1980 representaba ya un año distante del apogeo del cine de terror mexicano. Alfredo B. Crevenna, prolífico realizador en esta temática, aborda el mito del vampiro a través de esta película cuya estructura guarda una notable similitud con el clásico «El vampiro» (1958), de Fernando Méndez, con la llegada del no muerto a la hacienda familiar y su ambición de instaurar un reino de poder en los alrededores. En muchos aspectos estilísticos y tonales, «La dinastía Drácula» evoca claramente al fantaterror español de hace unos ocho años, así como ciertos detalles tomados del cine de la Hammer.
Sin embargo, es necesario adelantar que la película es, simple y llanamente, un desastre; una muestra clásica de producto comercial realizado sin el menor atisbo de interés artístico, ni siquiera con el mínimo grado de profesionalidad que debería exhibir cualquier obra cinematográfica. Se podría afirmar que lo peor de la película son sus actores, cuyo nivel alcanza cotas paupérrimas, aunque logran arrancar algunas risas involuntarias al espectador. El protagonista, Fabián, debutó tiempo atrás en la prestigiosa «Mecánica nacional» (1972), de Luis Alcoriza, y su físico recuerda en gran medida al cantante Francisco. En la trama, interpreta a un médico que cree en lo sobrenatural y que, durante un breve lapso, se alía con un sacerdote escéptico. Lamentablemente, en un producto más coherente habrían conformado una pareja detectivesca peculiar, donde el médico, representante de la postura racional, cree en lo sobrenatural, mientras que el eclesiástico, hombre de fe por excelencia, no.
El guion tampoco resulta sólido. Los ataques del vampiro provocan la muerte de ciertos personajes secundarios, mientras que cuando ataca a un miembro del elenco principal, esta se convierte en vampiro, con colmillos ridículos. El vampiro es llamado dos veces Barón Van Helsing en la película, aunque en las fichas técnicas figura como Barón Drácula. Incluso en un momento dado, el doctor Fuentes le llama Duque Antonio de Orlaz, que es el nombre del hechicero muerto al que han intentado resucitar él y la bruja durante la noche de Walpurgis. El lío argumental llega a su punto álgido en este punto, cuando el desastroso montaje no permite distinguir si todo está sucediendo simultáneamente o han transcurrido varios días.
Tanto el vampiro como la bruja tienen la facultad de aparecer y desaparecer a voluntad, transformarse en perro y, según se dice, también en lobo o humo. El actor que interpreta al vampiro parece más un cantante de moda que un ser sobrenatural. Viste la tradicional capa, aunque en el clímax final se atreve a exhibir su pecho al enfrentarse al cura.
«Pocos elementos de interés sustentan ‘La dinastía Drácula’, acaso ese tono autóctono que exhibe el producto, que lo hace, aunque de manera pudibunda, más convincente, con esa constante referencia del cine mexicano a la religión y cierto sabor, aunque chapucero, del gótico tradicional. El título, por cierto, alude a que el vampiro con el que contamos se define como descendiente del mismísimo Drácula. En definitiva, un trabajo decepcionante reservado únicamente para los completistas más dedicados del género.»