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El auge de la inteligencia artificial en la industria cinematográfica ha desatado un debate profundo y, en ocasiones, alarmante sobre la posible desautorización de la creatividad humana. Aunque algunos defienden el uso de estas tecnologías como herramientas que enriquecen la producción, otros temen que su proliferación marque el inicio de una crisis ontológica para el arte. El caso reciente de The Brutalist, dirigido por Brady Corbet, sirve como ejemplo ilustrativo de esta encrucijada.

En el film, se utilizó inteligencia artificial para dos propósitos: la rectificación del acento húngaro en los diálogos de los protagonistas y la creación de diseños arquitectónicos ficticios. La tecnología Respeecher permitió refinar las vocales y consonantes del idioma húngaro, fusionando parcialmente las voces originales de Adrien Brody y Felicity Jones con modulaciones generadas digitalmente. Además, se incorporaron visuales inspirados en renders digitales de los años ochenta, diseñados deliberadamente para parecer arquetipos del déficit creativo.

Estos elementos, aunque implementados con justificación pragmática y estética, han reabierto el viejo dilema sobre la esencia misma del arte. La intervención de la IA en los procesos creativos plantea una amenaza latente: si una obra deja de depender exclusivamente del talento humano para alcanzar su expresión final, ¿pierde también su valor como testimonio de la condición humana? El cine, como cualquier arte, no solo comunica ideas; también transmite la huella inconfundible de la subjetividad del creador. En este contexto, la utilización de herramientas artificiales para «perfeccionar» los detalles parece cuestionar la autenticidad de dicha subjetividad.

Más allá de las intenciones de Corbet y su equipo, The Brutalist cristaliza una preocupación más amplia: la posibilidad de que las IA erosionen la autoridad ética y estética del creador humano. El film se promueve como una exploración de la complejidad humana, pero el trasfondo de su producción sugiere una ironía inquietante. Si las interpretaciones de los actores y los diseños visuales han sido en parte «mejorados» mediante algoritmos, entonces el producto final parece distanciarse del ideal renacentista de la obra como manifestación inequívoca del genio humano.

Es fundamental considerar cómo esta tecnología podría influir en la percepción del público. La autenticidad, como atributo cardinal del arte, podría verse cuestionada por la sospecha de que lo que vemos en pantalla no es completamente obra de un individuo o un colectivo humano, sino de un sistema algorítmico optimizado para satisfacer expectativas. La IA no solo transforma el proceso creativo, sino también el pacto entre el creador y el espectador, erosionando la confianza en la humanidad que subyace a la experiencia artística.

Esto plantea un riesgo aún mayor: la homogeneización del arte. Las herramientas de inteligencia artificial, diseñadas para maximizar la eficiencia y la precisión, tienden a favorecer patrones y soluciones predecibles. Aunque inicialmente puedan parecer innovadoras, su uso masificado podría conducir a una estandarización estética que aplaque las voces singulares y las perspectivas divergentes que son el alma de la creatividad humana.

En un momento histórico en el que el cine enfrenta ya numerosos desafíos—desde la fragmentación del consumo hasta la mercantilización extrema—, la irrupción de la inteligencia artificial podría constituir una amenaza existencial para su esencia. The Brutalist y otros films que recurren a estas tecnologías podrían ser un presagio de un futuro en el que la creatividad humana, desplazada por máquinas, se convierta en un eco distante de lo que alguna vez fue.

La solución no pasa necesariamente por rechazar la tecnología, sino por redefinir los límites de su aplicación. Es imperativo que los creadores y las audiencias reflexionen sobre el lugar de la inteligencia artificial en el arte, asegurándose de que esta no solo complemente la creatividad humana, sino que la respete y la ensalce como su única e insustituible razón de ser.