La cinematografía de los años 80 nos dejó un legado imborrable en el que el ingenio y la imaginación brillaban con intensidad. Entre las joyas más relucientes de esa era destacan dos títulos que, aunque en apariencia contrastan profundamente, comparten una esencia que las hermana en el corazón del espectador: Gremlins y Los Goonies. Estas obras, nacidas del ingenio de Amblin Entertainment, se alzan no solo como monumentos del cine fantástico, sino también como testigos de una época irrepetible, en la que la magia de lo cotidiano y lo extraordinario convergían de manera única. Bajo el manto protector de Steven Spielberg, y con las destrezas individuales de Joe Dante y Richard Donner, estas dos cintas forjaron un vínculo inseparable a pesar de las distancias entre sus respectivos universos.
Aunque Joe Dante y Richard Donner son directores con estilos profundamente disímiles —Dante, con su inclinación hacia lo macabro y satírico, y Donner, con su habilidad para contar historias de aventura más clásicas y humanas—, es imposible ignorar la armonía que existe entre sus obras. Ambos filmes, cada uno con su carácter particular, están impregnados de esa atmósfera característica de Amblin, un sello de Spielberg que supo unificar mundos aparentemente divergentes bajo una misma estética visual y emocional. Spielberg no solo actuó como productor ejecutivo, sino también como arquitecto de una sensibilidad compartida: la celebración de la juventud, el misterio, la nostalgia y la fantasía que subyace incluso en las situaciones más terroríficas o inverosímiles.
La coherencia visual entre Gremlins y Los Goonies resulta sorprendente si consideramos que ambas películas fueron filmadas por directores de fotografía distintos. No obstante, el ADN cinematográfico de Spielberg, que recuerda a sus propias aventuras como Indiana Jones y el templo maldito, palpita en cada fotograma. Las tonalidades sombrías, los juegos de luces que evocan secretos ocultos y tesoros perdidos, y la meticulosa composición de cada plano generan un aura de misterio que no solo atrapa, sino que resuena profundamente con el espectador. Existe en ambas películas una fascinación por lo que se esconde en las sombras, por los secretos que acechan tras la cotidianidad. Y es precisamente esta fusión de lo ordinario con lo extraordinario lo que otorga a estas cintas su poder de evocación nostálgica.
Más allá de lo visual, Gremlins y Los Goonies son reflejo de una época dorada en la que las aventuras infantiles no solo desbordaban fantasía, sino que también se atrevían a ser oscuras, tensas e impredecibles. Si bien las premisas iniciales de ambas películas parecen sencillas —una invasión de criaturas caóticas en un tranquilo pueblo en el caso de Gremlins y la búsqueda de un tesoro perdido en Los Goonies—, ambas narrativas se enredan en una espiral de eventos inesperados y peligros emocionantes que nunca subestiman la capacidad del público juvenil para enfrentar lo desconocido. La música, compuesta por Jerry Goldsmith y Dave Grusin, respectivamente, se convierte en un personaje más, envolviendo las tramas en una atmósfera que nos transporta hacia la magia de la aventura, el terror y, sobre todo, el humor.
Es en el humor, precisamente, donde radica otra de las grandes virtudes compartidas por ambos filmes. Tanto Gremlins como Los Goonies manejan un delicado equilibrio entre la tensión y la comedia, permitiendo al espectador navegar entre el miedo y la risa sin que el cambio de tono resulte discordante. Los personajes, en su mayoría niños y adolescentes, aportan esa frescura que se ha convertido en la firma indeleble de las grandes películas de Amblin: la juventud no como simple fase de la vida, sino como la cúspide de la curiosidad, el ingenio y el coraje. En estos personajes no solo encontramos el reflejo de nuestra propia niñez, sino también el anhelo de un tiempo en que todo era posible.
A medida que el tiempo pasa, Gremlins y Los Goonies no solo se han asentado en el panteón del cine de culto, sino que han adquirido un carácter casi mitológico. Estas películas no son solo reliquias del pasado; son faros de una era cinematográfica en la que la originalidad y la osadía narrativa eran moneda común, y en la que el cine no temía transitar por caminos inexplorados. Ambos filmes, con su mezcla de amistad, aventura y desafío a lo desconocido, siguen siendo testimonios de una época en la que el cine no solo entretenía, sino que también inspiraba. Nos recuerdan la inocencia perdida y el deseo irreprimible de sumergirnos en historias que, aunque fantásticas, estaban profundamente enraizadas en nuestras propias esperanzas y temores infantiles.
En última instancia, Gremlins y Los Goonies son mucho más que simples películas; son una declaración de principios. Son un recordatorio de la importancia de la imaginación, del valor de la amistad y, sobre todo, del poder del cine para transportarnos a lugares donde todo, incluso lo imposible, puede hacerse realidad.