Godzilla (2014): el Kaiju como metáfora del terror contemporáneo

Godzilla (2014): el Kaiju como metáfora del terror contemporáneo

En el vasto panorama del blockbuster moderno, pocas veces nos encontramos con una obra que, desde su misma concepción, aspire a fusionar la espectacularidad industrial con una mirada autoral. Godzilla (2014), dirigida por Gareth Edwards, se inscribe en esa estirpe de superproducciones que, sin renunciar al espectáculo de masas, buscan elevar su lenguaje cinematográfico y anclar su narrativa en resonancias más profundas. Si en su debut independiente, Monsters (2010), Edwards exploraba la presencia ominosa de lo monstruoso desde un prisma intimista, en Godzilla esa mirada se expande, conservando la paciencia de la sugerencia, pero amplificando la escala y la ambición de su propuesta.

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El kaiju, desde su nacimiento en Gojira (1954) de Ishirō Honda, ha funcionado como una proyección de los miedos de la humanidad, un reflejo de las tensiones geopolíticas y ecológicas que definen su tiempo. Esta versión de Godzilla retoma esa tradición y la adapta a un siglo XXI marcado por la fragilidad de nuestras estructuras de poder y el colapso de la naturaleza frente a la hybris tecnológica del ser humano. El cine de catástrofes ya no es meramente un campo de juegos visuales, sino un espejo deformante de nuestras ansiedades contemporáneas.

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Edwards maneja la puesta en escena con una dialéctica de la ausencia y la presencia, heredada de cineastas como Jacques Tourneur o Steven Spielberg. Su aproximación a la figura del monstruo es paciente, construida desde la espera, el fuera de campo y la sugerencia, al igual que Spielberg en Tiburón (1975) o Encuentros cercanos del tercer tipo (1977). La presencia de Godzilla se siente antes de que se vea, sus huellas, su rugido y las reacciones humanas preparan el terreno para su irrupción. Como en Señales (2002) de M. Night Shyamalan, la cámara se aferra a los personajes y filtra el horror a través de su perspectiva, otorgando a la película una cualidad más sensorial y subjetiva.

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Sin embargo, la naturaleza industrial de Godzilla impone sus propias reglas. Edwards, a pesar de su sensibilidad visual y su entendimiento del lenguaje cinematográfico, se encuentra atrapado en la maquinaria de un estudio que necesita cumplir con las expectativas del blockbuster contemporáneo. Esto se traduce en un guion que, aunque contiene momentos de auténtica grandeza, a menudo cede ante las exigencias del espectáculo inmediato, con arcos de personajes reducidos a funcionalidad narrativa y concesiones a un público que demanda una estructura más convencional.

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Aun con estas limitaciones, Godzilla emerge como un ejemplo de cine de gran escala con una identidad visual y un tono que lo alejan de la hipertrofia estilística de otras franquicias contemporáneas. Es un blockbuster con alma, un espectáculo que, en sus mejores momentos, recupera la solemnidad y la mitología de la criatura original, devolviéndole su estatus de fuerza primordial más allá de la simple destrucción. No es solo un monstruo que arrasa ciudades, sino un eco de nuestras propias transgresiones, un recordatorio de que, en el fondo, el verdadero terror no reside en la bestia, sino en el mundo que la ha invocado.

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