‘Flow, un mundo que salvar’: el arte, el fondo y la cobardía de la Academia

‘Flow, un mundo que salvar’: el arte, el fondo y la cobardía de la Academia

El cine, como forma de expresión artística, siempre ha sido un espacio donde las fronteras entre lo sensible y lo racional, lo estético y lo narrativo, se entrelazan de manera ambigua y fascinante. Este año, Flow, un mundo que salvar, dirigida por una mente visionaria capaz de trascender las convenciones del medio, ha logrado no solo captar la esencia del cine contemporáneo, sino también integrar, de manera sutil pero indiscutible, una vibrante y armoniosa conjunción entre arte y fondo. La película se erige como la obra maestra del año, una pieza cinematográfica que demuestra, a través de su innovador enfoque visual, sonoro y narrativo, la capacidad del cine para tocar las fibras más profundas de la sensibilidad humana, a la par que mantiene una ambiciosa mirada crítica sobre el mundo en que vivimos.

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No obstante, a pesar de ser un compendio perfecto de creatividad y reflexión, de innovación técnica y estética, de profundo compromiso social y universal, la Academia de los Óscar se ha visto incapaz de premiar esta joya del séptimo arte en la categoría de Mejor Película General. Este hecho no solo subraya la profunda contradicción interna que habita en la institución encargada de reconocer la excelencia cinematográfica, sino que también pone de manifiesto la cobardía latente en un organismo que, por un lado, pretende representar el cambio y la modernidad, pero que, por otro, se ve atrapado en su propio conservadurismo cuando se trata de reconocer una obra que desafía sus parámetros establecidos.

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La obra en cuestión es una reimaginación del cine popular y su potencial de abarcar todos los públicos y sensibilidades sin renunciar a la complejidad artística. En una era donde la industria del cine parece vaciarse de su esencia para dar paso a fórmulas predecibles y profundamente calcificadas, Flow, un mundo que salvar brilla por su capacidad para desestabilizar esas convenciones, creando una obra que no solo está al servicio del entretenimiento, sino también del pensamiento. En este sentido, la película no se limita a ofrecer una narrativa que abraza a las masas, sino que construye una historia rica en matices, donde la exploración del alma humana, sus luchas internas y su capacidad para encontrar significado en un mundo fragmentado se hace tangible no solo a través del guion, sino mediante una puesta en escena que resplandece por su estética visual y su inmersión sensorial.

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La singularidad de Flow, un mundo que salvar radica en su capacidad para fundir un lenguaje visual sofisticado con una narrativa accesible para diversos públicos. Esta simbiosis entre arte y fondo es un testimonio de que la complejidad no siempre requiere de un lenguaje elitista ni de una exclusividad intelectual. Al contrario, la película demuestra que el cine puede ser, simultáneamente, un refugio de lo sensorial, una plataforma de reflexión profunda, y una experiencia inclusiva capaz de trascender las barreras culturales, generacionales y de gusto. En esto reside su grandeza.

Sin embargo, la Academia de los Óscar, en su afán por mantener una imagen de modernidad a través de lo «indie», ha mostrado una vergonzante cobardía al no premiar Flow, un mundo que salvar como la Mejor Película del Año. A pesar de que se ha proyectado como una abanderada de la inclusión, el riesgo y la innovación, la Academia se ve incapaz de premiar una obra que realmente desafía las convenciones y se arriesga a ofrecer una mirada diferente del cine. El premio a Mejor Película es, en este contexto, un faro de convencionalismo, uno que busca complacer a una crítica interna que, en el fondo, sigue temerosa de cualquier obra que se aparte demasiado de los márgenes del cine «seguro» y del entretenimiento previsible.

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Este fenómeno no es nuevo, pero su manifestación este año es particularmente hiriente. Al premiar a filmes que, aunque sin duda brillan por su propia cuenta, carecen de la profundidad sensorial, estética y narrativa que ofrece Flow, un mundo que salvar, la Academia revela que su concepto de «modernidad» es, en última instancia, un mecanismo de control. En lugar de abrazar la verdadera innovación y el riesgo artístico, se acomoda bajo una bandera de diversidad superficial que, a la hora de la verdad, se muestra incapaz de otorgar el mayor reconocimiento a una obra que lo merece, no solo por sus logros artísticos, sino también por el impacto cultural que tiene el atreverse a reconfigurar lo que entendemos por cine en la actualidad.

En conclusión, Flow, un mundo que salvar no es solo la mejor película del año, sino también la mayor muestra de la disonancia entre la vanguardia del arte cinematográfico y la institucionalización de lo que la Academia considera «aceptable» para la gran mayoría. Esta es una película que une arte y fondo en una simbiosis perfecta, diseñada para sensibilizar a todos los públicos, pero también para retar a las estructuras que aún intentan definir lo que el cine debe ser. Su invisibilidad en los premios refleja la cobardía de una Academia que, en su intento de parecer moderna y progresista, sigue siendo cautelosa ante lo que realmente podría transformar el panorama cinematográfico.

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