Entre el deber y la fe: el sentido último del plano final en El guardaespaldas
Pocas veces en el cine comercial de los noventa una película ha conjugado con tanta eficacia el melodrama romántico, la tensión del thriller y la resonancia simbólica como lo hace El guardaespaldas (The Bodyguard, 1992), dirigida por Mick Jackson y protagonizada por Whitney Houston y Kevin Costner. Aunque presentada como una historia de amor imposible entre una estrella del pop y su imperturbable custodio, la obra se eleva, en su tramo final, a una meditación inesperadamente grave sobre la relación entre el individuo y las estructuras del deber, la redención personal y la presencia ambigua de lo sagrado.
El último plano de la película —sobrio, contenido, y sin embargo de una elocuencia casi trascendente— muestra a Frank Farmer (Costner), en segundo plano, ligeramente desenfocado, erguido con solemnidad mientras, en el podio, una figura religiosa realiza una invocación rotaria. La ceremonia es institucional, casi anodina. Y sin embargo, el encuadre revela una tensión profunda: el guardaespaldas permanece a la vez dentro y fuera de la escena, mezclado con los hombres de fe y poder, pero no plenamente integrado a su comunidad. Está allí para proteger, no para pertenecer.

Este plano, que podría pasar desapercibido para un espectador apresurado, contiene en sí mismo la tesis secreta de la película. Farmer es un hombre que ha hecho del deber su credo, y ha renunciado —como un monje moderno— a los placeres del mundo, incluida la mujer que ama, para mantenerse fiel a una misión que lo trasciende. No es casual que Costner, en esa imagen final, se cruce visualmente con el oficiante religioso: ambos encarnan distintos aspectos de la fe. Uno, la espiritual, comunitaria, ritual. El otro, más estoico, invisible y silencioso, consagra su vida al cuidado del otro, sin pedir nada a cambio.
La fe que El guardaespaldas interroga no es la de las oraciones ni los himnos, sino la que se manifiesta en la elección cotidiana de hacer lo correcto, aun cuando el corazón sufra. Farmer no necesita palabras; su sola presencia encuadrada, de pie y en actitud de vigilia, expresa una devoción que no es menos sagrada que la del púlpito. Está allí como un ángel sin alas, protector invisible de un orden que apenas logra mantener a raya el caos.

Este plano final, austero y pleno de sentido, revela que El guardaespaldas no es simplemente un drama romántico adornado con baladas inolvidables, sino una fábula ética sobre el precio del compromiso. En una época marcada por el hedonismo y la imagen, la figura de Costner emerge como la de un caballero anacrónico: custodio del ideal, mártir del deber, testigo de una fe sin nombre.
Y así, entre la sombra y la luz, el amor y la distancia, la película nos despide con una imagen de serena melancolía, como si dijera: hay quienes, por amor, se quedan. Y hay quienes, por el mismo amor, se van. Pero ambos, a su modo, creen.