En el vasto mapa del thriller político norteamericano de los años ochenta, No hay salida (No Way Out, 1987), dirigida con sobria precisión por el neozelandés Roger Donaldson, se presenta como una obra que, con el paso del tiempo, ha adquirido una intensidad y una elegancia que acaso fueron menos evidentes en el contexto de su estreno. En su día, fue considerada una competente muestra de intriga con ingredientes clásicos del género —espionaje, erotismo, traición y poder—, pero hoy, lejos de la algarabía de las grandes producciones que entonces la eclipsaron, se erige como una pieza magistral de tensión contenida y estructura narrativa refinada.

La película se mueve entre las sombras del Pentágono, en una Washington nocturna, hermética, fría. Desde su primera secuencia, Donaldson opta por un estilo de dirección en bajo perfil, casi invisible. La cámara está al servicio absoluto de la historia, sin exhibicionismos formales, sin piruetas. En ello radica su fuerza: la sensación de que lo que vemos podría estar ocurriendo realmente en algún rincón del poder estadounidense. Esta invisibilidad del aparato cinematográfico se traduce en una naturalidad escénica donde los actores sostienen el peso dramático con una convicción notable.

Kevin Costner, en uno de los mejores momentos de su carrera, encarna al teniente Tom Farrell con una mezcla de integridad, ambigüedad y carisma que le confiere una dimensión icónica. Es fascinante observar cómo, en un mismo año, da vida también al Elliot Ness de Los intocables, constituyendo en 1987 el vértice de una etapa que lo consolidó como figura estelar. Farrell, con su dualidad moral, su romanticismo herido y su lucidez frente a la traición, es uno de los personajes más complejos que ha interpretado el actor, junto al mencionado Ness y al misterioso Ray Kinsella de Campo de sueños (1989).

A su lado, Sean Young ofrece una interpretación seductora y melancólica, dotando a Susan Atwell de una fragilidad que se vuelve centro emocional del film. No es sólo su belleza —capturada sin vulgaridad en escenas eróticas de una sensualidad elegante y contenida— lo que impacta, sino la manera en que su presencia altera los equilibrios de poder entre los hombres. Gene Hackman, incluso en un rol más secundario, transmite con intensidad la brutalidad contenida de un político que ha hecho del secreto su patria interior. Su personaje, el secretario de Defensa David Brice, es un lobo en traje de seda, tan inquietante como convincente.
El verdadero triunfo de No hay salida reside en su construcción narrativa: un guion que se mueve como una espiral creciente, desplegando capas de información con inteligencia quirúrgica. Lo que comienza como un thriller romántico pronto se convierte en una persecución interna, una cacería en la que el protagonista es, simultáneamente, presa y cazador. El ritmo se va acelerando sin que el espectador lo perciba de inmediato, hasta desembocar en un clímax vertiginoso —montado con una tensión que recuerda a las mejores piezas del cine conspirativo de los setenta—, coronado por un giro final absolutamente magistral. Es uno de esos desenlaces que no solo redimensionan todo lo visto, sino que obligan a reconfigurar el sentido moral de la narración.

En su época, No hay salida fue vista como un sólido ejercicio de género, pero quizás no fue celebrada con el fervor que merecía. El tiempo, sin embargo, ha sido su mejor crítico. En la era del streaming, donde las audiencias redescubren y resignifican obras a partir de otras claves, esta película se revela como un ejemplo de contención formal y eficacia dramática. En una actualidad saturada de thrillers ruidosos y pirotécnicos, la propuesta de Donaldson resulta fresca, elegante, incluso vanguardista en su clasicismo. De haberse estrenado hoy, No hay salida sería, sin duda, un fenómeno de culto instantáneo: por su ritmo in crescendo, por su erotismo elegante, por su visión oscura del poder y por su fe inquebrantable en la inteligencia del espectador.
En definitiva, estamos ante un film que demuestra cómo ciertas películas no envejecen, sino que maduran. no hay salida es, en este sentido, una obra que respira con más vigor que nunca, como un susurro que, en medio del estruendo contemporáneo, se impone por la intensidad de su silencio.