El rascacielos, estrenada hace ya varios años, permaneció en la memoria colectiva como una efímera tentativa de capturar la esencia de los grandes filmes de catástrofes de antaño, pero sin alcanzar nunca la densidad emocional ni la fuerza narrativa que los hicieron inolvidables. En su intento de evocar la magnitud de clásicos como El coloso en llamas y La jungla de cristal, la película se dispersó rápidamente en un mar de efectos visuales y acrobacias, sin lograr la simbiosis entre lo espectacular y lo humano que había sido la clave de su grandeza.
La figura de Dwayne Johnson, otrora un emblema del cine de acción contemporáneo, encarnó en El rascacielos a Will Sawyer, un ex-marine convertido en el encargado de la seguridad de un rascacielos de Hong Kong, cuyas alturas vertiginosas ofrecían un escenario tan impresionante como vacío. Su figura, tan familiar y robusta, se convirtió en un monumento de voluntad, pero una voluntad que, a pesar de sus intentos, nunca logró dotar al personaje de una vulnerabilidad auténtica. La tragedia de haber perdido una pierna en una misión fallida quedaba relegada a un trasfondo que nunca se desarrolló con la profundidad necesaria para que la audiencia conectara emocionalmente con él. En lugar de desentrañar las complejidades de un hombre roto buscando redención, la película optó por convertirlo en un héroe funcional, un salvador que saltaba entre rascacielos con la misma facilidad con que corría hacia el peligro, sin que sus acciones pudieran evocar una sensación real de desesperación o sacrificio.
A pesar de su imponente escenografía, El rascacielos no logró sobrepasar la frialdad de su propio diseño. El rascacielos, en su verticalidad desmesurada, nunca se convirtió en un símbolo de la lucha interna del hombre, como lo hizo el ardiente edificio en El coloso en llamas, que, envuelto en humo y desesperación, reflejaba la angustia y la resistencia humana. Aquí, el rascacielos fue solo una estructura, un escenario donde la acción se desparramaba en su superficie sin una conexión real con los elementos emocionales de la historia. La verticalidad de los edificios, por espectacular que fuera, nunca alcanzó la trascendencia poética de los grandes momentos de tensión en los clásicos del género.
Por su parte, la presencia de Neve Campbell, que generó expectativas por su regreso a la gran pantalla, fue, lamentablemente, un espejismo. Su personaje, limitado a una mera función decorativa, nunca se adentró en las aguas de lo emocional. Su interpretación, que podría haber ofrecido una complejidad emocional necesaria para el desenlace de la trama, se diluyó en un mar de secuencias sin peso, donde su personaje se convirtió solo en una víctima más de las convenciones del género. La conexión que se esperaba entre los personajes, sobre todo entre el protagonista y su esposa, se limitó a un esquema de salvación y peligro, sin que las tensiones emocionales llegaran a alcanzar un grado de profundidad que hiciera realmente sentir al espectador las consecuencias de cada acto.
El director Rawson Marshall Thurber, que había dirigido previamente comedias y filmes de acción con tintes ligeros, no logró en El rascacielos infundir la película con la atmósfera tensa y angustiosa que hizo de sus predecesores auténticos referentes del género. Mientras que La jungla de cristal aprovechaba la claustrofobia de un edificio ocupado por terroristas para construir una tensión palpable, El rascacielos no logró traducir la ansiedad inherente al peligro inminente en una fuerza narrativa que hiciera que el espectador se sintiera atrapado junto a los personajes.
La película se deshizo, entonces, en un espectáculo visual que nunca alcanzó las cotas de suspense ni de emoción visceral que uno podría haber esperado de una historia que jugaba con la fragilidad humana ante lo imponente. La abundancia de efectos especiales, aunque técnicamente impecable, jamás alcanzó el alma de la catástrofe, y las escenas de acción, por más que se multiplicaran, carecían de la tensión que realmente pudiera atrapar al espectador en su asfixiante fragor.
Con el paso de los años, El rascacielos se desvaneció en la memoria de aquellos que esperaban un nuevo clásico del cine de acción. Aunque en su momento despertó el interés por su despliegue visual y la figura de Johnson, la película nunca logró sostener una presencia duradera en el panorama cinematográfico. Se quedó atrapada en la superficie, en el brillo de los efectos y la magnitud de sus acrobacias, sin lograr penetrar en el territorio emocional donde los grandes títulos del género habían dejado su huella. En el aire, apenas quedó un eco de lo que pudo haber sido: un gigantesco edificio, lleno de promesas, pero sin alma.