“El mexicano”: del desierto seco de la venganza al espejismo de Hollywood
Con «El mexicano» (2003), Robert Rodríguez se adentra en el terreno del blockbuster más explosivo y visualmente saturado, llevando a su saga del mariachi a una ambiciosa producción que, en un claro contraste con el espíritu original, abraza las convenciones de Hollywood en su época dorada de taquillas multimillonarias y producciones grandilocuentes. Aquí, el modesto e intrépido pistolero de bajo presupuesto de «El mariachi» (1992) es reemplazado por un antihéroe envuelto en un universo de opulencia cromática y violencia recargada que, en muchos sentidos, representa un alejamiento de la crudeza elemental y del «menos es más» que fue el núcleo de sus predecesoras.
El estilo de Rodríguez en esta película se aleja de la economía de recursos y de la audacia de su primera obra, construida con pasión e ingenio pese a la limitada financiación. En cambio, el espectáculo se convierte en el verdadero protagonista, un espectáculo con la saturación estética propia de los 2000 y que parece buscar, de manera deliberada, apelar al público global. Sin embargo, en esta búsqueda, el filme pierde parte de esa esencia que dotó a «Desperado» (1995) de un tono oscuro y ocre, casi como si el polvo del desierto hubiera impregnado el lente de la cámara. «El mexicano» se desenvuelve en una gama cromática artificial, con una estética que evoca un neón de Hollywood más cercano a la extravagancia visual de “Batman & Robin” que a la arena manchada de sangre de sus raíces.
Un “western” reimaginado: entre el homenaje y la auto-parodia
Rodríguez intenta aquí rendir homenaje a los spaghetti westerns clásicos y a los cuentos de venganza, pero en su afán por sobrecargar cada elemento, el film se torna en una parodia involuntaria de sí mismo. Se añade, no obstante, un elenco estelar que, en conjunto, parece diseñado para captar la atención internacional: Antonio Banderas retoma su icónico papel, ahora acompañado por el carismático Johnny Depp en un rol secundario que destaca con un aura de ironía autoconciente. Este reparto robusto refleja, en cierta medida, la obsesión de Rodríguez por emular el poder de convocatoria de las superproducciones de Hollywood de su tiempo, donde la acumulación de nombres famosos se convierte en un atractivo en sí mismo, casi relegando a la historia a un segundo plano.
Sin embargo, esta ambición también deja la trama en una especie de limbo narrativo. En lugar de abrazar la simplicidad de una narrativa de venganza que sustentaba a «El mariachi», Rodríguez opta por llenar la pantalla de múltiples subtramas y personajes que terminan por diluir el sentido de propósito. Las historias se entrelazan de manera fragmentada y, en lugar de generar la tensión o el suspenso esperado, parecen abordarse de manera anecdótica, pasando fugazmente sin dejar una huella emocional en el espectador. La sobrecarga de situaciones y personajes termina desenfocando la historia central, convirtiendo lo que podría ser una narrativa de intensidad en una exposición dispersa de eventos que ni cautivan ni convencen.
Acción en exceso y estética recargada
Rodríguez parece haber entendido la acción como un sinónimo de espectacularidad, algo que en su mayor parte se percibe aquí como un recurso de distracción más que como un motor narrativo. Si en «Desperado» cada explosión y disparo acentuaban la venganza y la angustia del protagonista, en «El mexicano» las secuencias de acción, aunque abundantes, resultan redundantes y sin la fuerza visceral de su predecesora. La violencia, antes intensamente catártica, ahora es un elemento casi decorativo, y el exceso de confrontaciones y escenas de disparos corre el riesgo de saturar al espectador, generando un efecto de desapego en lugar de la esperada inmersión.
El choque entre lo esencial y lo accesorio
Al optar por una producción abrumadoramente visual y efectista, «El mexicano» sacrifica gran parte del equilibrio que hizo única a «Desperado». Donde antes había una sátira sutil y medida, Rodríguez toma el camino de la exageración y cae en un estilo visual y narrativo que a ratos bordea lo caricaturesco. La esencia sarcástica y oscura que caracterizó las primeras películas de la franquicia se ve difuminada en medio de un estilo casi camp, donde las dosis de humor parecen más un eco de su experiencia con «Spy Kids» que un reflejo de los bajos fondos y la violencia dura y contenida de los protagonistas de antaño.
Rescate en la actuación y la música
Si algo logra rescatar esta secuela, en términos de entretenimiento y estilo, es la actuación de Johnny Depp, quien aporta un carisma y un toque de excentricidad que encaja con la atmósfera desmedida de la película. Aunque su personaje se desenvuelve con cierta libertad narrativa, su presencia introduce un tono que permite a la audiencia conectar, aunque sea por momentos, con el espíritu audaz de la serie. Asimismo, la banda sonora –si bien no alcanza el nivel que Rodríguez logró en su entrega anterior– cumple su propósito al proporcionar una atmósfera vibrante que, aunque en menor medida, consigue resonar con el espectador.
Conclusión: una obra atrapada entre el homenaje y la sobreexposición
«El mexicano» aspira a ofrecer una historia compleja y un espectáculo visual que esté a la altura del cine de alto presupuesto, pero en esta ambición se difuminan las características que definieron a sus predecesoras como obras innovadoras y emocionantes. En última instancia, esta tercera entrega de la saga se sitúa en una posición ambivalente: como un espectáculo de acción y color cumple con los cánones de Hollywood, pero pierde la crudeza y el encanto minimalista que hizo de «El mariachi» y «Desperado» hitos del cine independiente.
Es, pues, un tributo que arriesga demasiado y, en el proceso, renuncia a la autenticidad de sus orígenes. Robert Rodríguez se enfrenta aquí al dilema de sus propias creaciones, atrapado entre el impulso de reimaginar su obra y el compromiso de satisfacer un mercado sediento de entretenimiento grandilocuente.