el desorden en Gremlins (1984)

el desorden en Gremlins (1984)

De todos los directores que surgieron de la influyente cantera de Amblin, Joe Dante destaca por ser el más transgresor, el más travieso en su concepción del cine. Y no hay mayor testimonio de su espíritu irreverente que Gremlins (1984), una joya del cine ochentero que, de la mano de Steven Spielberg como productor, mezcla sin pudor el terror con la comedia familiar en una obra que no solo marcó una generación, sino que redefinió las reglas del cine navideño.

La película arranca en un rincón remoto y brumoso de Chinatown, un bazar envuelto en una atmósfera que evoca lo arcano, lo esotérico. Los primeros cinco minutos ya nos sumergen en un ambiente cargado de misterio y evocación, como si fuéramos testigos de una historia que, desde ese instante, no solo va a contarse, sino que va a impregnarse en la memoria colectiva. Ese comienzo onírico, casi propio de un cuento, sitúa el film en una esfera mágica y a la vez perturbadora, que se despliega con maestría a lo largo de toda la película.

El carácter nostálgico que rodea a Gremlins no es una simple construcción de los recuerdos del espectador. La década de los 80, envuelta hoy en un halo de veneración, ha hecho que muchos productos de esa época sean idealizados, e incluso sobrevalorados. Sin embargo, Gremlins escapa de ese riesgo: su valía no radica solo en la nostalgia, sino en el equilibrio magistral con el que Dante maneja las sensibilidades del cine familiar y el terror ligero. Es una película que, a través de la destreza técnica y narrativa, ha resistido con vigor el paso del tiempo, consolidándose como un clásico inamovible.

La originalidad de Gremlins reside en la forma en que explora el contraste entre la inocencia y el caos. Gizmo, la adorada y vulnerable criatura, es la encarnación perfecta de la dulzura y la ingenuidad, mientras que sus malévolos homólogos, liderados por Stripe, representan lo anárquico, lo salvaje. Esta dualidad, tan brillantemente tejida, le da a la película un tono juguetón pero a la vez inquietante, donde lo familiar puede transformarse, en un abrir y cerrar de ojos, en algo amenazante.

Dante, en su eterna condición de cineasta irreverente, utiliza a los Gremlins no solo como entes que perturban la tranquilidad navideña, sino como manifestaciones de un caos controlado, casi con tintes punk, que destruyen lo que hemos construido con tanta pulcritud. La crítica a la cultura de consumo, la desmitificación de la perfección navideña, y la capacidad de la película de transitar entre el humor negro y la emoción genuina hacen de Gremlins mucho más que un producto de entretenimiento.

La actuación de Phoebe Cates, cuya etérea belleza parece sacada de un cuento, contribuye a ese aire místico que envuelve la película. Cates encarna la feminidad ochentera idealizada, un contrapunto humano y sensible en medio del delirio que suponen las criaturas desatadas. Su presencia refuerza ese aura casi mágica que Gremlins despliega, aportando una capa adicional de emotividad y nostalgia.

En resumen, Gremlins es una mezcla de emociones: ternura, terror, humor y, sobre todo, fantasía. Es un ejercicio sublime de comercialidad, pero de la buena, esa que sabe entretener sin perder el respeto por la inteligencia del espectador. Al igual que otras obras maestras de su tiempo, como Los Goonies, E.T. o Indiana Jones, es un tributo a lo que el buen cine adolescente y familiar debe ser: una experiencia cautivadora, técnicamente impecable y profundamente humana. Una película que, en sus propios términos, sigue brillando, tan gamberra y brillante como el día de su estreno.

Una curiosidad fascinante de Gremlins es su implicación en la creación del sistema de clasificación PG-13 en Estados Unidos. La mezcla inusual de comedia familiar y terror oscuro generó controversia por su contenido violento, considerado inapropiado para los niños más pequeños pero no lo suficientemente grave para una clasificación R. Este dilema llevó a Steven Spielberg a sugerir a la MPAA la creación de una nueva categoría intermedia, resultando en el emblemático PG-13 que ahora rige una amplia gama de filmes.

En Gremlins, la Navidad se presenta como un espacio simbólico que es subvertido por la narrativa, transformando lo que tradicionalmente evoca armonía y paz en un escenario de caos y anarquía. Joe Dante juega deliberadamente con la iconografía navideña, utilizando sus elementos más reconocibles —las luces, los villancicos, el ambiente acogedor— para después desestabilizarlos a través de la irrupción violenta de los Gremlins. Este contraste entre la pureza asociada a la festividad y el caos desatado por las criaturas no solo refuerza el tono satírico de la película, sino que también plantea una reflexión sobre la artificialidad de la perfección navideña.

La película parece sugerir que detrás de la fachada de consumo y felicidad impuesta por la cultura occidental, existe una fragilidad latente que puede colapsar en cualquier momento. La destrucción de símbolos como el árbol de Navidad o la intervención de los Gremlins en escenas típicamente hogareñas actúan como una desmitificación de la fiesta, revelando su dimensión menos idealizada. Así, Gremlins se erige como una anti-navideña fábula moderna que, bajo la apariencia de una comedia de horror, desafía las convenciones de lo que consideramos intocable en el cine festivo.

La paleta de color en Gremlins (1984) es un elemento cuidadosamente orquestado que contribuye tanto a la atmósfera narrativa como al subtexto visual de la película. Joe Dante y su director de fotografía, John Hora, emplean una gama cromática que oscila entre los tonos cálidos y acogedores típicamente asociados con la Navidad, y los oscuros y sombríos que sugieren la irrupción del caos.

Por un lado, los tonos rojizos, dorados y verdes dominan los primeros momentos del film, evocando la calidez hogareña y la festividad inmaculada del invierno. Estos colores refuerzan la sensación de confort y nostalgia, casi como una postal navideña idealizada. Sin embargo, conforme los Gremlins invaden el espacio, los colores se ven progresivamente ensombrecidos, con una notable transición hacia tonos más fríos, como los azules oscuros, grises metálicos y verdes enfermizos, que acentúan la naturaleza distorsionada de estos monstruos.

El contraste cromático entre Gizmo y los Gremlins también juega un papel crucial en la narrativa visual: mientras que Gizmo está iluminado con suaves tonos tierra, colores claros y cálidos que resaltan su ternura, los Gremlins se muestran bajo luces más agresivas y dramáticas, con tonos que subrayan su naturaleza caótica y destructiva. Esta dualidad cromática refuerza el conflicto central de la película, simbolizando visualmente la lucha entre la inocencia y la anarquía. Así, la paleta de Gremlins no es solo un accesorio estético, sino un lenguaje visual que articula la subversión temática del film.

Gremlins fue un éxito rotundo en taquilla, consolidándose como uno de los filmes más rentables de 1984. Estrenada el 8 de junio, en pleno verano estadounidense, la película sorprendió al público y a la crítica por su mezcla de comedia, terror y fantasía, logrando posicionarse como un fenómeno comercial. Con un presupuesto relativamente modesto de alrededor de 11 millones de dólares, Gremlins recaudó más de 153 millones a nivel mundial, lo que la convirtió en un éxito de taquilla en ese año y la consolidó como una pieza clave del cine mainstream de los 80.

La estrategia de lanzamiento en verano, a pesar de su temática navideña, demostró ser un movimiento acertado, ya que permitió que el filme capitalizara la temporada de cine de grandes audiencias. Además, su estreno casi simultáneo con Los Cazafantasmas (Ghostbusters), otro fenómeno cultural del mismo año, creó una competencia en taquilla que alimentó aún más el atractivo de ambos filmes, haciendo de 1984 un año emblemático para la comedia fantástica.

Este éxito no solo consolidó la carrera de Joe Dante, sino que también reforzó la influencia de Steven Spielberg como productor de éxitos comerciales. Gremlins se convirtió, de este modo, en un referente del cine de entretenimiento, demostrando que las películas podían transitar con éxito entre géneros, como la comedia y el terror, y seguir siendo enormemente rentables.

La elección de Phoebe Cates para Gremlins fue, sin duda, un movimiento arriesgado y audaz por parte de Joe Dante y el equipo de Amblin, especialmente teniendo en cuenta su pasado cinematográfico. Cates había ganado notoriedad en el cine por su papel en Paradise (1982), una película de aventuras románticas en la que realizaba un desnudo integral, algo que la asoció con una imagen más sensual y transgresora. Además, en Fast Times at Ridgemont High (1982), una comedia juvenil de culto, protagonizó una escena icónica que la posicionó como un símbolo sexual juvenil de la época.

Amblin, bajo la dirección de Steven Spielberg, solía mantener una línea de películas familiares y comerciales, por lo que la inclusión de Cates en Gremlins parecía romper con las expectativas que el público tenía del tipo de actrices elegidas para estos filmes. Sin embargo, la decisión fue estratégicamente brillante. Cates, aunque venía de roles más provocativos, aportaba un aire fresco y de credibilidad juvenil que encajaba perfectamente con el tono entre la comedia ligera y el horror de Gremlins. Su interpretación del personaje de Kate Beringer, una joven con una historia trágica detrás de su aversión a la Navidad, ofrecía una mezcla de dulzura y madurez, lo que equilibraba a la perfección el tono del film.

La decisión de incluirla en una película de Amblin, a pesar de su pasado en roles más controvertidos, demuestra no solo el atrevimiento del director y del equipo de producción, sino también su capacidad para desafiar las normas establecidas de la industria. En lugar de encasillar a Cates, supieron aprovechar su talento y darle una oportunidad de brillar en un rol más accesible para un público amplio, consolidando su versatilidad como actriz y alejándola de cualquier estereotipo limitado a su imagen previa.