Del virtuosismo narrativo al exhibicionismo técnico: la degradación del plano secuencia en el cine contemporáneo

En el noble arte cinematográfico, el plano secuencia se erigió en su día como un recurso de inigualable pureza expresiva, una herramienta de inmersión narrativa que, en manos de los maestros del séptimo arte, servía para diluir la barrera entre el espectador y la ficción, permitiendo que el tiempo fílmico fluyera con la inmediatez de la vida misma. Desde los magistrales movimientos de cámara de Murnau, pasando por Welles y su ‘El cuarto mandamiento’ o ‘Sed de Mal’ hasta la angustiosa danza coreografiada en La soga de Hitchcock, el plano secuencia ha sido históricamente un ejercicio de virtuosismo al servicio de la narración, una estrategia casi invisible cuando empleada con la precisión de un cirujano.

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Sin embargo, en tiempos recientes, este recurso parece haber sido secuestrado por una tendencia que lo ha despojado de su antigua nobleza para convertirlo en un vulgar despliegue de alarde técnico, un campeonato del exceso donde la duración del plano se impone como un valor en sí mismo, relegando la verdadera esencia del lenguaje cinematográfico a un segundo plano. En esta pugna por la grandilocuencia, la miniserie Adolescencia, el más reciente fenómeno de Netflix, se inscribe en esa corriente que privilegia la proeza técnica sobre la necesidad narrativa, sometiendo el discurso audiovisual a una suerte de exhibicionismo cinematográfico.

Adolescencia, dirigida por Philip Barantini y protagonizada por Stephen Graham, ha captado la atención del público y la crítica por su audaz apuesta: cada episodio es un plano secuencia auténtico, sin artificios ni ediciones camufladas. La premisa en sí podría resultar loable, de no ser porque el uso del recurso trasciende la intención expresiva para instalarse en una demostración de destreza técnica, cuyo punto culminante se encuentra en una secuencia aérea que ha sido celebrada por su aparente imposibilidad.

El momento en cuestión, situado en el clímax del segundo episodio, nos transporta desde la persecución de un sospechoso dentro del instituto hasta una panorámica de la ciudad, alcanzando el lugar del crimen en un prodigioso movimiento de cámara. Lo que antaño hubiese sido un milagro del ingenio cinematográfico, hoy es posible gracias al auxilio de un dron estratégicamente posicionado sobre la cámara en plena grabación, revelando así que la magia de la puesta en escena se ha visto desplazada por la facilidad tecnológica.

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Lo preocupante de esta tendencia no es el uso de la técnica en sí, sino su transformación en un fin más que en un medio, en una carrera por establecer nuevos récords de duración que poco tienen que ver con las exigencias de la historia. ¿Dónde queda la emoción del plano secuencia cuando se convierte en un mero truco de feria? ¿Acaso la verdadera maestría no radica en la integración sutil del artificio, en lugar de su ostentosa exhibición? Mientras algunos directores continúan explorando el plano secuencia con respeto por su valor narrativo, otros parecen más preocupados por inflar su ego con ejercicios de resistencia técnica que, lejos de potenciar el relato, lo subyugan al espectáculo de la proeza formal.

El cine, como toda manifestación artística, debe evolucionar, pero nunca a costa de su alma. Cuando la sofisticación técnica se impone sobre la esencia del relato, el resultado es un cine de exhibición, una colección de logros mecánicos que, aunque deslumbrantes, terminan por vaciar de significado la experiencia fílmica. El plano secuencia, otrora un signo de maestría, corre el riesgo de convertirse en un fetiche vacío, en una demostración de poderío técnico que poco tiene que ver con el arte de contar historias. En última instancia, la pregunta sigue en pie: ¿se rueda para narrar o simplemente para asombrar?

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