Cuando el concepto de “reboot” aún no había cobrado carta de naturaleza en la industria cinematográfica, Robert Rodríguez asumió la osada tarea de revisitar su ópera prima, El Mariachi, en una apuesta ambiciosa por explorar su propio universo con una segunda mirada más sofisticada. Con Desperado (1995), Rodríguez no solo engrandece su historia original, sino que ofrece una versión renovada, inyectada de una estética potente y de un tono autoparódico que desafía los convencionalismos del cine de acción.
En esta reimaginación, el personaje de El Mariachi —ahora interpretado por un carismático Antonio Banderas— retorna como un guitarrista transformado en justiciero que busca ajustar cuentas con Bucho (Joaquim de Almeida), el hombre responsable de arrebatarle a la mujer que amaba. En su camino hacia la venganza, el Mariachi no solo pierde a su último amigo, sino que encuentra a Carolina (Salma Hayek), una mujer fatal al servicio de su enemigo, con quien entabla una relación que transita entre el amor y la redención. Así, el relato se convierte en un juego constante de traiciones y alianzas, en el que la violencia estilizada y el romance trágico se entrelazan de manera casi operística.
A nivel narrativo, Desperado es menos una secuela de El Mariachi que un «recuento» o reinterpretación de sus temas y personajes. Rodríguez toma prestados algunos elementos y figuras de su film anterior, pero se distancia de la fidelidad argumental para centrarse en una atmósfera donde la exageración y la ironía dominan. Esta segunda entrega forma, junto con El Mariachi y Once Upon a Time in Mexico (2003), una trilogía en la que cada obra puede disfrutarse como una pieza autónoma, aunque todas ellas comparten el espíritu de un western urbano y modernista que bebe de múltiples influencias cinematográficas y culturales.
Realizada con un presupuesto de 7 millones de dólares, Desperado es una muestra de la habilidad de Rodríguez para maximizar los recursos sin perder el toque autoral. La película recaudó más de 25 millones de dólares en taquilla en Estados Unidos y se consagró como una obra de culto, con nominaciones en varios festivales de cine que destacaron su originalidad dentro del género. Aunque la narrativa de Desperado pueda parecer sencilla, su valor reside no tanto en las intricacias del argumento, sino en la destreza con la que Rodríguez construye un mundo donde lo estilístico es central, y donde cada secuencia de acción está diseñada como una coreografía visual cuidadosamente montada para maximizar el impacto sensorial.
En Rodríguez, la ligereza del guion es una virtud, no un defecto; como su amigo y colaborador Quentin Tarantino, él sabe cómo tomar una premisa desenfadada —en este caso, un mariachi armado hasta los dientes, cuyas guitarras ocultan un arsenal completo— y convertirla en un espectáculo visual que coquetea con la sátira sin perder la fuerza de su relato. Desperado es, en efecto, un entretenimiento que juega conscientemente con las convenciones del género de acción. Aquí, los personajes no son simples arquetipos; son caricaturas deliberadas que Rodríguez construye con ironía y humor. Su versión de la vendetta mexicana se transforma en una sinfonía de balas, sangre y fuego, un juego de acrobacias y despliegues visuales donde cada escena parece regodearse en su propia exageración.
En términos formales, la película demuestra una pericia técnica notable. Rodríguez se encarga del montaje, de los encuadres, y de buena parte de los aspectos de producción, lo que le otorga un control absoluto sobre su visión. Las secuencias de acción son visualmente deslumbrantes, pobladas de piruetas imposibles y de estilizados efectos especiales que coquetean con el absurdo, pero siempre en función de esa estética particular que se convertiría en la firma de “cine Made in Rodríguez”. Este enfoque personal, que fusiona su experiencia en Hollywood con un espíritu independiente, desembocaría en la creación de su propio estudio casero, un espacio de total libertad creativa que le permitió consolidar su identidad cinematográfica.
Desperado, además, marca el inicio de una alianza con Salma Hayek, quien se convertiría en una musa recurrente del director. Su interpretación aquí es más que un simple rol secundario; Hayek encarna una sensualidad y una intensidad que aportan al film una dimensión romántica casi épica, mientras que la participación de Tarantino, en un cameo memorable, sirve de homenaje y punto de conexión entre ambos realizadores. La primera parte del film, según ciertos rumores, habría sido escrita en colaboración con el propio Tarantino, una posible contribución que añadiría un toque adicional de mordacidad y referencias intertextuales.
Así, Desperado se consagra como una obra esencial en la filmografía de Rodríguez y en el cine de acción contemporáneo, un «reboot» avant la lettre que redefine su propio material con ingenio y un estilo visual inconfundible. Es la evolución de El Mariachi hacia una versión más pulida y consciente de sí misma, una especie de épica de la vendetta mexicana que no se toma a sí misma demasiado en serio, pero que ha dejado una huella perdurable en el cine.
Aunque Robert Rodríguez había tenido algunas incursiones previas en el audiovisual, como su participación en un capítulo de televisión y un proyecto amateur protagonizado por su propia familia, El Mariachi (1992) puede considerarse su primera película auténtica y profesional. Esta obra, realizada con un presupuesto irrisorio para los estándares del cine —apenas un millón de dólares—, revela el nacimiento de un autor de culto y marca la aparición de un estilo que revolucionaría la serie B.
Crítica de El Mariachi
El Mariachi representa la ópera prima de Rodríguez, una película que, pese a sus evidentes limitaciones de producción, demuestra una fuerza visual y un sentido del ritmo que han llegado a caracterizar toda su filmografía. Lejos de los artificios y recursos de las grandes producciones, Rodríguez hace de la carencia una virtud, dotando a su obra de una estética cruda y directa que realza su autenticidad y despliega una energía fresca y espontánea, poco frecuente en el cine comercial.
El argumento, sencillo pero eficaz, gira en torno a un mariachi (interpretado por Carlos Gallardo) que es confundido con un peligroso traficante y se ve atrapado en una espiral de violencia en la que la guitarra cede su lugar a las armas de fuego. Con esta premisa, Rodríguez elabora un relato de acción que homenajea y reinterpreta el espíritu de la serie B, a través de un juego constante de equívocos y persecuciones que, aunque no estén exentos de fallas, logran captar la atención del espectador. La historia, aunque de apariencia modesta, se convierte en una plataforma para el despliegue de una inventiva visual llena de efectos y recursos ingeniosos, que, pese a sus limitaciones, resultan sorprendentes y divertidos.
Rodríguez se revela aquí como un hábil narrador, capaz de suplir las deficiencias técnicas y de presupuesto con una puesta en escena enérgica y un ingenio visual notable. Aunque el guion presenta algunas inconsistencias y el desarrollo argumental podría percibirse como básico, el director sabe utilizar la cámara de manera estratégica, convirtiendo cada toma en una explosión de dinamismo y acción que le permite ocultar, en cierta medida, las limitaciones del proyecto.
Es, precisamente, en esta obra rústica y maravillosamente imperfecta donde Rodríguez se aproxima más fielmente al espíritu de la serie B que siempre ha intentado recrear. La película tiene una claridad de ideas y un entusiasmo contagioso, que se expresan en cada secuencia, en cada ángulo y en cada elección musical. Esta frescura y espontaneidad en la ejecución le permiten trascender los defectos propios de una producción independiente y conectar con el espectador a un nivel visceral. En cierto sentido, El Mariachi no se toma demasiado en serio, y es esa misma ironía y autoconciencia la que le otorga una singularidad única dentro del género de acción.
Con El Mariachi, Rodríguez asienta la primera piedra de una carrera que desafiaría los convencionalismos de Hollywood y abriría las puertas para una generación de cineastas independientes. Este largometraje, precario pero ambicioso, es una lección sobre cómo transformar las restricciones en potencial y sobre la capacidad de un director para imprimir su sello personal aun con recursos limitados. Para aquellos que deseen adentrarse en el universo de Rodríguez, El Mariachi es una obra ineludible: una declaración de principios y una muestra del espíritu y la pasión que siguen impulsando a este creador rebelde del séptimo arte.