Crítica de American flyers
El drama, la ruta y el bigote de Costner: una mirada a American flyers (La carrera de la vida)
Hay películas que parecen esculpidas con la materia misma de una época. American flyers (1985), dirigida con eficaz pulso narrativo por John Badham, es una de ellas. En su superficie, se nos presenta como un relato deportivo sobre ciclismo y fraternidad; sin embargo, basta dejarse arrastrar por sus compases para descubrir que se trata de una joya emocional engarzada en el oropel sentimental y estético del cine estadounidense de los años ochenta. Aquí se cruzan sin pudor ni culpa la tragedia íntima, la exaltación del cuerpo joven, el aroma del melodrama y esa comedia ligeramente pícara, casi universitaria, que impregnaba tantos filmes de la era Reagan.

Badham —conocido por saber transitar con solvencia entre géneros populares— orquesta un equilibrio tonal que hoy resulta irrepetible: el film no teme abrazar la cursilería, ni se escandaliza ante la ternura o el juego erótico de sus personajes. Todo está impregnado de una inocencia que el tiempo ha recubierto de una pátina de nostalgia. Es cine emocionalmente directo, sin dobleces ni cinismo, una rara cualidad que le confiere autenticidad y magnetismo.

Kevin Costner, aún en su fase embrionaria como icono del cine americano, aparece aquí como Marcus Sommers, el hermano mayor, curtido y herido, portador de un bigote que hoy parecería irónico, pero que entonces representaba virilidad templada por la melancolía. Costner posee ese extraño don de llenar la pantalla incluso cuando la historia lo constriñe; su físico, su voz y su presencia hacen de él un actor inevitable. A su lado, David Marshall Grant encarna al hermano menor con una mezcla de fragilidad e idealismo, componiendo así un dúo que recuerda, en su dinámica, a los relatos clásicos de rivalidad fraterna bajo la sombra de la enfermedad, la pérdida y el deporte como vía redentora. Crítica de American flyers

La presencia femenina, lejos de ser un mero ornamento, encuentra en Rae Dawn Chong y Alexandra Paul una encarnación radiante del erotismo lúdico de la década. Chong —con esa mezcla de frescura urbana y sensualidad alegre— y Paul —símbolo del encanto californiano pre-baywatch— inyectan al relato una dimensión de ligereza, humor y deseo que equilibra las aristas dramáticas. Son personajes que podrían haberse disuelto en la caricatura, pero que encuentran su espacio en esta mezcla insólita entre Rocky en bicicleta y comedia universitaria con pretensiones sentimentales.

Mención aparte merece la fotografía de Donald Peterman. El sol de Colorado —con sus paisajes secos y de horizonte amplio— se convierte en protagonista silencioso. Peterman recurre al teleobjetivo como un pintor que usa la lente para encuadrar siluetas heroicas: cuerpos que se recortan contra puestas de sol de una belleza casi mitológica, sudor que brilla como una declaración estética. Estas imágenes no buscan el realismo documental del ciclismo europeo, sino una especie de fantasía americana del deporte, donde las montañas son épicas y el dolor tiene ritmo de sintetizador. Crítica de American flyers

La música, como en tantas películas de los ochenta, es un personaje más. Esa partitura electrónica, inconfundible en su entusiasmo análogo, acompaña los movimientos de los personajes como un pulso vital. Es música de superación, de victoria personal, pero también de ternura. No hay rastro del minimalismo o la ironía sonora del cine contemporáneo; aquí, la música se permite ser grandilocuente, coreografiar emociones y subrayar cada pequeño triunfo o revés con sintetizadores y tambores electrónicos.

Cabe destacar que la película hace una fugaz referencia a Eddy Merckx, el mítico “Caníbal” del ciclismo europeo, como una especie de guiño nostálgico al espectador conocedor. Sin embargo, American flyers no pretende capturar la autenticidad del Tour de Francia o del Giro. El ciclismo aquí es estilizado, convertido en una metáfora de la vida misma: pedalear contra la adversidad, luchar con el cuerpo pero también con la sombra genética del destino (la amenaza de una enfermedad hereditaria sobrevuela toda la trama). El realismo queda fuera de este relato: estamos ante una mitologización pop del deporte, una epopeya familiar con ruedas.

¿Es American flyers una obra maestra? No, y tampoco lo pretende. Pero es, sin lugar a dudas, una pieza valiosa de arqueología emocional, una película que encapsula un modo de hacer cine hoy extinto: narración directa, personajes nobles en su simpleza, erotismo sano, música emocional y una puesta en escena que encuentra belleza en lo evidente. Es cine para las tardes de verano, para dejarse arrastrar por el viento de la ruta y el sudor en la espalda. Es cine de otra era, que aún hoy rueda con elegancia.