Código de silencio (1985), de Andrew Davis, es una anomalía dentro del universo de Chuck Norris, una figura que, como pocas, encarna el mito contemporáneo del héroe de acción. Si existe una línea que divide a las estrellas de los actores, Norris se encuentra cómodamente de un lado: su carisma crudo y directo no necesita del virtuosismo actoral. Al igual que el Ulises de Homero o el Aeneas de Virgilio, su leyenda se sostiene en el poder de su presencia, no en la complejidad de sus emociones. Código de silencio, entonces, no es solo una película, sino un vehículo que, sin quererlo, ofrece una de las mejores versiones de este personaje arquetípico. Para quien busque en Norris algo más que el meme o la ironía postmoderna, esta cinta es una ventana indispensable a lo que hizo de él un icono cultural: un despliegue de valentía física que en su esencia recuerda al héroe épico.
Dirigida por un Andrew Davis todavía en su fase artesanal, cuando sus manos aún pulían los bordes ásperos de la acción con toques de autenticidad y crudeza, la cinta evoca el adusto realismo del cine policial de los 70, donde la figura del antihéroe —como en Harry el sucio de Eastwood o French Connection de Friedkin— es la de un solitario luchador que persigue un ideal de justicia inquebrantable. Código de silencio traslada a Norris a ese contexto: aquí, su personaje no es el justiciero militarizado de Rambo ni el ciborg imparable de Terminator, sino un detective de carne y hueso, atrapado entre la corrupción y la guerra de mafias. Este héroe sin rostro ni afectación se convierte, paradójicamente, en un símbolo de autenticidad.
Algunas de las escenas en Código de silencio son verdaderos monumentos a la sencillez de la acción bien filmada. Norris, que ya entonces poseía un dominio de su cuerpo comparable al de las leyendas clásicas, realiza una serie de proezas físicas sin ayuda de dobles. Destaca la persecución en coche, donde, en un plano fijo memorable, retrocede al volante con la destreza de un especialista, solo para girar en trompo e iniciar una persecución vertiginosa. Esta escena, casi coreografiada como si fuera una danza, no requiere ni el más leve artificio: Davis y Norris saben que la acción cruda, en su forma más pura, no necesita trampas ni adornos.
Otra secuencia que evoca el espíritu de aquellos héroes primordiales es la carrera de Norris sobre un tren en marcha, ejecutada sin cortes, en un despliegue de destreza y arrojo que recuerda al cine de Buster Keaton. Aquí, Norris no es solo una figura de acción, sino un símbolo de compromiso físico que, en nuestra era de efectos digitales y dobles invisibles, resulta casi mítico. Este Chuck Norris es el equivalente moderno del héroe que desafía al abismo, que, como en la Divina Comedia de Dante, atraviesa un paisaje infernal —en este caso, el inframundo urbano de Chicago— en busca de redención y justicia.
Pero como toda obra que respira la dualidad de la industria cinematográfica, Código de silencio cae también en la trampa del comercialismo. La secuencia final, una concesión evidente a la pirotecnia innecesaria, recuerda que, en última instancia, el cine de los años 80 aún debía satisfacer la demanda de los videoclubes, aquellos templos de VHS que buscaban emociones rápidas y adrenalina a bajo costo. Este último acto, desafortunadamente, desvirtúa en gran medida el excelente metraje anterior y deja un sabor de boca amargo para quienes esperaban un cierre a la altura de las mejores obras de acción del período.
Sin embargo, Código de silencio sigue siendo un testamento de la capacidad de Chuck Norris para encarnar al héroe clásico. En esta cinta, no lo encontramos entre gesticulaciones exageradas ni en coreografías brillantes; lo hallamos en su esencia: el hombre que, como el Beowulf de las antiguas sagas, se enfrenta solo a un mundo despiadado. Aquí, Norris es mucho más que un meme; es una figura que, al menos en este instante de su carrera, merece un lugar junto a los grandes arquetipos de la narrativa épica.