Era 1988, un año que marcaría un antes y un después en la vida de un joven apasionado por el cine. Aquel adolescente, cuyo imaginario ya se nutría de los grandes clásicos y de la emoción que solo el séptimo arte podía ofrecerle, se adentraba en el espacio sagrado de una sala de cine. Allí, en la penumbra, donde los límites de la realidad se desvanecen entre sombras y destellos de luz, su destino era una película que, aunque entonces era aún desconocida para la mayoría, cambiaría su forma de percibir el cine: Bitelchús, una creación de un joven director llamado Tim Burton, cuyo nombre aún no resonaba con la intensidad que hoy posee.
A primera vista, Bitelchús parecía una comedia de terror, con una estética estridente y un desfile de personajes caricaturescos y situaciones absurdas. Sin embargo, el joven espectador pronto comenzaría a intuir que lo que se desplegaba ante sus ojos era mucho más que una obra superficial. Bajo ese velo de colores vibrantes y humor grotesco, se revelaba una trama rica en matices, una danza de referencias y homenajes al cine clásico de terror y a la comedia negra, entrelazados con una maestría que solo unos pocos cineastas poseen. Las reminiscencias a Sam Raimi y su inigualable Terroríficamente Muertos no pasaban desapercibidas, así como los ecos de Arsénico por compasión, una joya de la comedia negra que parecía dialogar, en tono cómplice, con la obra de Burton.
La música, compuesta por el inconfundible Danny Elfman, envolvía cada escena con una intensidad única, como si su partitura tradujera en sonidos los sentimientos más profundos que la película evocaba. Era imposible no sentir que, detrás de esos acordes, se escuchaban los ecos de otro compositor antes escuchado en los recovecos del videoclub llamado, Joe LoDuca, cuyas composiciones elevaban el terror a un arte casi ritual.
Lo verdaderamente asombroso era la capacidad de Burton para amalgamar elementos que, en teoría, no deberían coexistir. Humor negro, sátira social, y un trasfondo de terror psicológico se unían en un delicado equilibrio, creando una atmósfera tan inquietante como fascinante. Visualmente, Burton construía un universo propio, donde los ecos del Día de los Muertos mexicano y del Halloween norteamericano se manifestaban en un rico simbolismo, en una explosión de referencias culturales que capturaban la imaginación del espectador. En ese entramado de imágenes y sonidos, parecía que el director había inventado un nuevo lenguaje cinematográfico, una poética visual y narrativa que se elevaba por encima de las convenciones tradicionales.
Aquel adolescente, que había entrado en la sala simplemente en busca de entretenimiento, se encontraba ahora ante una experiencia trascendental. Era como si, de repente, hubiera accedido a una realidad paralela, como si sus ojos, cual Neo en Matrix, hubieran sido abiertos a un código oculto bajo la superficie. Bitelchús no era simplemente una película; era una obra de arte que desafía la interpretación fácil, que descompone y reconfigura los límites de lo que puede ser el cine.
Para muchos de aquella generación, Bitelchús representó un auténtico punto de inflexión. La película no solo les mostró que el cine podía ser tanto divertido como intelectualmente desafiante, sino que también les reveló que los géneros, al igual que las reglas, están hechos para ser reinventados. Tim Burton, con su estilo inconfundible, se convirtió en un pionero de esa forma de narrar que invita a la reflexión sin renunciar al placer del espectáculo. La cámara, en sus manos, no era meramente una herramienta para contar historias, sino un instrumento de exploración estética y conceptual.
Y así, en la oscuridad de esa sala de cine, nació algo más que una nueva forma de hacer cine. Nació un mito. Un mito que, con el paso de los años, ha continuado inspirando a generaciones de cineastas y espectadores, mostrando que el arte, cuando es genuino, no conoce fronteras ni tiempo. Aquel adolescente no solo vio una película, fue testigo del nacimiento de una leyenda.
Aquel joven a dia de hoy sabe que Bitelchus no es todo lo que él creía que era en 1988, sabe que Bitelchus posee muchas más carencias y mucha menos profundidad de la que él vio aquella tarte pero, sabe que Bitelchus junto a aquellas otras películas de finales de los 80s le hicieron ver el cine de una manera distinta a la del simple espectador y sabe también que desde aquellos instantes, el cine nunca será contenido de relleno de una plataforma de streaming sino un arte que respetar