Tim Burton, el eterno arquitecto de lo macabro, ha vuelto a convocar el espíritu inquieto de Bitelchús en una secuela que aspira a recrear la magia caótica y desenfrenada de su original de 1988. «Bitelchús Bitelchús», sin embargo, llega a la pantalla arrastrando el peso de las expectativas generadas por más de tres décadas de culto y devoción hacia la obra primigenia. Aunque consigue resucitar algunos de los elementos más icónicos de ese universo delirante, la película navega entre la nostalgia y la necesidad de actualización, con resultados desiguales.
El mayor desafío al que se enfrenta esta nueva entrega radica en su intento de armonizar el tono irreverente y mordaz que definió la primera cinta con los códigos narrativos más convencionales del cine contemporáneo. La atmósfera onírica, con su característico cruce entre lo grotesco y lo fantástico, se mantiene intacta en lo visual, pero la película parece quedar atrapada en los engranajes de las fórmulas predecibles. Si bien los personajes siguen siendo carismáticos y se presentan con la chispa esperada, carecen de la complejidad emocional que los podría haber elevado más allá de los arquetipos clásicos.
Uno de los aspectos que más resalta es la dilución de la sátira social que impregnaba la primera entrega. Donde antes Burton se permitía hacer una crítica ácida y mordaz de la sociedad de consumo, el conformismo burgués y las banalidades del más allá, ahora se opta por un humor más domesticado, menos arriesgado. La frescura de la sátira original parece haberse perdido en aras de una comedia más accesible, sacrificando la mordacidad por la inmediatez de un entretenimiento liviano.
Aun así, «Bitelchús Bitelchús» no deja de ser un espectáculo visual, un banquete cinematográfico que recuerda por momentos los mejores años de la filmografía de Burton. Aunque el estilo visual del director ha perdido algo de la originalidad que lo caracterizaba, sigue conservando la capacidad de fascinación a través de su peculiar estética. En este festín para la vista, la figura de Michael Keaton brilla con luz propia: su regreso como Bitelchús es el núcleo palpitante de la película, y su interpretación, tan histriónica como en la versión original, logra capturar la esencia de aquel personaje grotescamente encantador que hizo de la película de 1988 un clásico instantáneo.
En última instancia, «Bitelchús Bitelchús» es una secuela que llega tarde, pero sin desentonar. No ofende ni desvirtúa el legado de su predecesora, pero tampoco alcanza las alturas creativas de la misma. A falta de la mordacidad y el ingenio que definieron el universo de Burton en su mejor momento, la película se contenta con ofrecer un homenaje nostálgico que, si bien satisfactorio, no deja de ser conservador en su ejecución. Como señalan algunos críticos, «es un tributo entretenido y evocador, pero se echa de menos la agudeza crítica de la original» (Filmaffinity), mientras otros apuntan que «la dependencia excesiva de los clichés resta frescura a lo que podría haber sido una secuela verdaderamente transgresora» (Sensacine).
En conclusión, «Bitelchús Bitelchús» es un viaje al pasado que nos permite revisitar, con afecto, el mundo que Burton creó décadas atrás, pero también pone en evidencia las limitaciones de actualizar una fórmula ya consagrada. Aunque entretiene y en algunos momentos conmueve, el espectador no puede evitar salir de la sala con un sabor agridulce: la secuela cumple su cometido nostálgico, pero su falta de riesgo la mantiene lejos de la genialidad de la original.