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La película “El Círculo Rojo” (1970) de Jean-Pierre Melville es, sin duda, una obra clave del cine polar francés, un género que Melville dominaba con mano de hierro y mirada gélida. Sin embargo, en esta cinta se percibe un paroxismo estilístico que arrastra al espectador hacia un abismo de tiempos muertos, secuencias estiradas hasta lo insoportable y un ritmo que roza lo autocomplaciente.

Es innegable que Melville ha forjado su reputación en torno a hombres solitarios, estoicos y atrapados en la quietud de sus destinos trágicos. Desde “El samurái” hasta “El ejército de las sombras”, sus personajes parecen habitar un mundo donde el tiempo se dilata y la acción se construye como un susurro que nunca se convierte en grito. Pero en “El Círculo Rojo”, esta elección estética se lleva al extremo, llegando a una lentitud que pone a prueba la paciencia del espectador, casi como si Chantal Akerman hubiera abandonado los silencios domésticos y obsesivos de “Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce, 1080 Bruxelles” para transitar por el áspero y desencantado paisaje del noir francés.

El problema con este enfoque es que, a diferencia de Akerman, cuyo filme explora lo repetitivo de la vida cotidiana como un mecanismo de revelación y ruptura, Melville parece no encontrar en su dilatación temporal una justificación narrativa lo suficientemente sólida. Los personajes de “El Círculo Rojo” están despojados de cualquier atisbo de humanidad explícita, hasta el punto en que se convierten en meras marionetas que arrastran sus acciones con una gravedad que se siente tan vacía como sus diálogos escasos. Lo que en otras películas del director funcionaba como una economía calculada de palabras, aquí se vuelve casi un vacío desolador.

Melville detalla cada movimiento con un rigor casi obsesivo, como si la minuciosidad en la planificación de un robo fuera una especie de rito sagrado que debe ser contemplado en su totalidad. Sin embargo, esta devoción al detalle no encuentra eco en la trama, que avanza a trompicones entre escenas en las que la lentitud no crea suspense, sino una sensación de tedio exasperante. Las largas tomas de los personajes simplemente moviéndose de un lugar a otro o preparando el atraco sin apenas intercambiar una palabra, generan más frustración que tensión. Es como si, en su intento de plasmar la soledad existencial de estos criminales, Melville hubiera olvidado que el cine también es un arte de la emoción y la narrativa, no solo de la estética fría.

Por supuesto, hay quienes encuentran en esta parsimonia algo casi metafísico, una reflexión sobre la inexorabilidad del destino y la futilidad de la acción humana. Sin embargo, en su ejecución, “El Círculo Rojo” cae en una monotonía que no siempre se justifica dentro de su propio universo diegético. La falta de información y el vacío que habita entre las palabras –tan características del estilo melvilliano– aquí se amplifican a tal punto que el espectador queda atrapado en un limbo donde nada parece importar realmente. Es un cine que se despliega ante nuestros ojos como un ritual desprovisto de alma, como un mecanismo que funciona perfectamente pero que ha perdido todo contacto con lo humano.

Así, “El Círculo Rojo” se convierte en un ejercicio de estilo que, aunque estéticamente impecable, termina por alejarse de su público. La fascinación de Melville por el tiempo y el ritual aquí degenera en una especie de narcisismo estilístico que deja al espectador esperando una catarsis que nunca llega.