Crítica de Los pecadores: una sinfonía de sangre, jazz y penumbra
En Los pecadores, Ryan Coogler se lanza, sin red y con admirable osadía, a una encrucijada de géneros donde el cine de serie B renace como un arte mayor, deliberadamente excesivo, disonante y, por ello, profundamente revelador. Aquí, el terror gótico resurge no como pastiche, sino como armazón simbólico y cromático desde el que explorar los demonios históricos y espirituales de una América sumida en el pantano racial de los años 30.

La cinta —aparentemente un vehículo excéntrico para el lucimiento doble de Michael B. Jordan— es en realidad una misa negra a la potencia sensorial del cine, una orgía de colores febriles y encuadres histéricos que se mueven como una partitura de jazz: sincopada, imprevisible, hipnótica. La fotografía de Autumn Durald Arkapaw, saturada de luces infernales y neones resplandecientes, compone atmósferas que coquetean con la estética Hammer pero tamizadas por la mirada caleidoscópica de un Carpenter del Delta, como si El príncipe de las tinieblas hubiese crecido escuchando a Robert Johnson.

El argumento se ofrece como excusa para este delirio estilístico: dos gemelos gangsteriles regresan al Sur profundo para abrir un club de música en un contexto envenenado por el racismo, la sangre y la superstición. Los vampiros, por supuesto, aparecen. Pero no son simples criaturas de la noche, sino alegorías del supremacismo, de la podredumbre institucional, del mal eterno que se disfraza de ritual y doctrina. El personaje de Remmick, el líder de esta secta vampírica, encarna un terror ancestral revestido de elegancia enferma: su presencia remite al Drácula de Christopher Lee, con la sevicia sorda de los villanos de Peckinpah.
La música de Ludwig Göransson funciona como columna vertebral de este aquelarre fílmico: un flujo sonoro que no acompaña la imagen, sino que la devora. Su omnipresencia —a menudo opresiva, incluso desequilibrante— es parte del pacto que exige Coogler: abandonar la lógica, entrar en trance, dejarse arrastrar por esta ópera vampírica donde cada acorde parece invocar espectros del pasado.

La mezcla tonal, a menudo tildada de “problema” por quienes exigen coherencia lineal, es en verdad su virtud mayor: los pecadores no teme al abismo del ridículo porque conoce su parentesco con lo sublime. El cine de serie B, en su acepción más pura, nunca fue un género menor, sino un campo de libertad para lo que el canon desechaba: lo grotesco, lo lírico, lo incendiario. En este sentido, Coogler se revela como heredero de aquellos cineastas que, desde los márgenes, redefinieron lo posible: Corman, Gordon, Rollin, el propio Carpenter.
Michael B. Jordan, sin embargo, representa el eslabón más débil del ritual. En su doble encarnación no alcanza la fisicidad disociativa que exige la propuesta, y sus gemelos apenas se diferencian más allá del vestuario. Frente a él, es el joven Miles Caton quien se apodera del aura trágica del film: su guitarra es exorcismo, puente con lo inefable. Su voz, áspera y cavernosa, parece surgir desde el barro mismo del Mississippi, como si cantara a través del tiempo.

Y entonces llega esa escena final, esa coda secreta tras los créditos: Buddy Guy, leyenda viva del blues, aparece no como un cameo, sino como una epifanía. En su mirada, en su música, la película revela su verdad última: el arte como conjuro, como forma de salvación o condena, pero siempre como acto de fe.
los pecadores no es una película perfecta, ni aspira a serlo. Es un gesto radical, hermoso por momentos, torpe en otros, pero absolutamente necesario. Es un canto a lo alternativo, a lo prohibido, a lo diferente. Es, en suma, cine en estado salvaje. Como el blues. Como el pecado.
