Más allá del mito quinqui: crítica a una trilogía inflada por su leyenda

Más allá del mito quinqui: crítica a una trilogía inflada por su leyenda

El reciente estreno en FlixOlé de la trilogía Perros callejeros, en versiones restauradas, ha sido anunciado como un acontecimiento relevante dentro del catálogo de cine español. Se la presenta como una obra fundacional del llamado cine quinqui, subgénero que se alimentó de las tensiones sociales de la España de la Transición, con especial énfasis en la delincuencia juvenil surgida en los márgenes urbanos. Sin embargo, conviene aprovechar esta reaparición para matizar su legado y reubicar el entusiasmo que ha rodeado su mito durante décadas.

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Las tres entregas dirigidas por José Antonio de la Loma —Perros callejeros (1977), Perros callejeros II. busca y captura (1979) y Los últimos golpes del Torete (1980)— han sido tradicionalmente citadas como piezas angulares del quinqui cinematográfico, pero también como ejemplos tempranos de cine de explotación hispánico, un cine que no solo se servía de actores no profesionales sino que, con frecuencia, flirteaba con el morbo, la violencia y una representación ambigua de lo marginal.

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Una crítica lúcida a esta trilogía, publicada recientemente con motivo de su reedición, advierte sobre el doble filo de estas películas: si bien su valor testimonial es innegable —algunos actores representaban literalmente lo que habían vivido en las calles—, ello no impide ver en su estructura dramática y en su estética una inclinación clara hacia el sensacionalismo. La mezcla de realismo con escenas inverosímiles, soluciones narrativas apresuradas o directamente absurdas (como el metacine involuntario de la segunda entrega), y un tratamiento superficial de la violencia y el sexo, desvela el rostro más problemático de la saga.

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El caso del protagonista, Ángel Fernández Franco, conocido como “El Torete”, es sintomático. Convertido en icono de una generación sin quererlo, su participación en la saga dio pie a una narrativa peligrosa donde la delincuencia juvenil no solo se representaba: se estetizaba y, en cierta medida, se glorificaba. Esta ambigüedad se agudiza al observar cómo las películas no profundizan en las causas estructurales del fenómeno que pretenden retratar, sino que se apoyan en persecuciones automovilísticas, escenas de brutalidad gratuita y una sexualización alarmante de los personajes femeninos.

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El final de la primera película, con el vehículo del Torete precipitándose por un barranco mientras él grita “¡Mierdaaa!” con involuntario humor negro, ya anticipa el tono de las secuelas: un cine que mezcla fatalismo con espectáculo sin alcanzar verdadera densidad dramática. En Perros callejeros II, por ejemplo, la solución narrativa consiste en afirmar que todo lo visto anteriormente era una película dentro de la película. Este desparpajo, más que innovador, resulta torpe, y parece esconder la imposibilidad de dar continuidad lógica a lo que era ya, desde el principio, una operación oportunista.

Los últimos golpes del Torete, tercera y última entrega, roza la autoparodia. Su cruce con la comedia, sumado al uso de actores de renombre como Fernando Guillén o Simón Andreu, no logra dotarla de una verdadera estructura dramática ni de un análisis más hondo sobre la figura del quinqui como criatura de su tiempo. La inclusión de momentos humorísticos, que conviven con escenas de violencia extrema, refuerza la idea de que estas obras están más preocupadas por captar atención que por reflexionar sobre el tejido social que supuestamente denuncian.

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Frente a la narrativa celebratoria del estreno en plataformas, parece necesario atender a voces más críticas, que invitan a revisar Perros callejeros no desde la nostalgia o la fascinación por lo marginal, sino desde la pregunta incómoda por los límites éticos del cine y la responsabilidad de quien mira. La trilogía de De la Loma, lejos de ser una crónica transparente, es también un espectáculo, una construcción ficcional revestida de autenticidad. Como todo cine de explotación, su mayor virtud —la fuerza bruta de lo real— es también su mayor trampa.

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