La fisicidad en el cine: un arte en vías de extinción

La fisicidad en el cine: un arte en vías de extinción

Existe un término que, pese a su sonoridad tosca y poco agraciada, se erige como la mejor definición para la sensación fílmica que parece haber caído en el olvido: la fisicidad. En la era de la imagen digital, donde el píxel ha sustituido al grano de celuloide y la simulación a la presencia tangible, conviene reflexionar sobre lo que hemos ganado y, sobre todo, lo que hemos perdido.

La irrupción de los efectos digitales a finales de los años 90 marcó un punto de inflexión en la historia del cine. Nos permitió habitar mundos antes inalcanzables, convivir con criaturas extintas o imaginarias, y ser testigos de prodigios visuales que habrían sido imposibles de recrear con técnicas tradicionales. La majestuosidad del Jurásico en Parque Jurásico (1993), la tragedia del Titanic (1997) o el lirismo de los Na’vi en Avatar (2009) son hitos de un cine que, mediante la tecnología, ha expandido su capacidad expresiva. Sin embargo, esta revolución también ha traído consigo un uso indiscriminado de lo digital, convirtiéndolo en una muleta más que en una herramienta.

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Arriba ‘Master and Commander: Al otro lado del mundo’ rodada con barcos reales, abajo Gladiator II y sus barcos digitales

Orson Welles describía el cine como un truco de magia que, pese a su artificio, consigue suspender la incredulidad del espectador. En el clasicismo cinematográfico, la fisicidad jugaba un papel fundamental en esa ilusión. Sabíamos que Shelley Duvall no estaba realmente aterrorizada en El resplandor (1980), que el hacha de Jack Nicholson podía ser de plástico, y que tras la puerta destrozada se escondía un set con técnicos y focos. Pero la materia estaba ahí: la madera astillándose, el filo del metal sugiriendo peligro, el sudor real en el rostro de la actriz. El cine se fundamentaba en una presencia tangible que trascendía la pantalla.

En este sentido, el espagueti western rodado en Almería constituye un paradigma de fisicidad cinematográfica. La textura del calor en El bueno, el feo y el malo (1966) de Sergio Leone no era un truco digital; era el sol inclemente castigando la piel de Clint Eastwood y Eli Wallach, la arena real incrustándose en la piel y rechinando entre los dientes. La materialidad no solo se veía, se sentía.

f.elconfidencial.com_original_d7a_a15_132_d7aa151322f8959a17d0c0efee8f4022-1024x768 La fisicidad en el cine: un arte en vías de extinción

El contraste entre lo físico y lo artificial se vuelve evidente al comparar el Alien (1979) de Ridley Scott y su secuela dirigida por James Cameron con las criaturas digitales de Alien 3 (1992) y Alien: Resurrection (1997). El xenomorfo original, diseñado por H.R. Giger, tenía una presencia corpórea perturbadora: su baba viscosa, sus movimientos mecánicos y su peso real lo hacían aterrador. En cambio, las versiones generadas por ordenador carecen de ese peso, de esa amenaza tangible. Del mismo modo, el Yoda manipulable de la trilogía original de Star Wars emanaba una calidez imposible de replicar en su versión digitalizada en la trilogía precuela.

La artificiosidad en el cine no es un fenómeno exclusivo de la era digital. La escenografía teatralizada ha sido una constante desde los albores del séptimo arte. Sin embargo, incluso en los decorados de estudio existía una interacción auténtica entre los actores y el espacio físico. La diferencia entre el Egipto de Cleopatra (1963), construido con madera, yeso y lienzo pintado, y el de Faraón (1966) de Jerzy Kawalerowicz, rodado en las arenas del desierto, es evidente. Pero al menos en la primera, los personajes se integraban con su entorno: sus sombras coincidían con las fuentes de luz, sus cuerpos tenían proporciones coherentes con la escala del decorado.

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El desvanecimiento de esta fisicidad en la cinematografía contemporánea resulta cada vez más alarmante. La reciente adaptación de Conan carece de la textura sensorial que hacía de la versión de John Milius (1982) un hito del cine épico. En la obra original, el físico hercúleo de Arnold Schwarzenegger, la crudeza de los escenarios naturales y la suciedad palpable del mundo hiborio transmitían una visceralidad imposible de emular en un entorno digital. Lo mismo podría decirse de los barcos fantasmales de Troya (2004), los fondos inexistentes de 300 (2006) o los tigres sintéticos de Gladiator (2000) y su secuela, todos ellos manifestaciones de una tendencia hacia la desmaterialización del cine.

En un medio nacido del registro de lo real, la desaparición de la fisicidad nos obliga a preguntarnos si estamos perdiendo parte de su esencia. La magia del cine no radica únicamente en la ilusión, sino en la sensación tangible de esa ilusión. Quizás el futuro del séptimo arte dependa no solo de los avances tecnológicos, sino de la capacidad de sus creadores para preservar lo corpóreo, lo físico, lo real.

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