El western, género totémico del cine clásico estadounidense, había sido relegado a un segundo plano con la irrupción del Nuevo Hollywood y la deconstrucción de sus mitos. Sin embargo, 1985 marcó un inesperado renacer, una suerte de resurrección momentánea que trajo consigo dos de los westerns modernos más emblemáticos: Silverado de Lawrence Kasdan y El jinete pálido de Clint Eastwood. Dos películas que, desde perspectivas distintas, reverenciaban los códigos del género con un respeto casi litúrgico, evocando las siluetas y los paisajes de un cine que parecía haberse extinguido.

Por un lado, Silverado se erige como un homenaje vibrante y clasicista al legado de John Ford y Howard Hawks. Kasdan, cineasta moldeado en la escuela del guion clásico, construye su obra como una sinfonía de ecos y referencias que celebra la mitología del western en su forma más pura. La secuencia inicial, donde el personaje de Scott Glenn emerge de la penumbra de una cabaña hacia la vastedad luminosa del desierto, no es sino un guiño reverente a Centauros del desierto (1956), aquella imagen icónica en la que Ethan Edwards (John Wayne) cruzaba el umbral entre la oscuridad de su hogar y el esplendor infinito de Monument Valley. Es, en esencia, el nacimiento del héroe, la reafirmación de la figura del cowboy como ente errante que habita entre la civilización y el caos.

En la otra orilla de este renacimiento westerniano, Clint Eastwood retomaba su diálogo personal con el género en El jinete pálido, un film que opera como un homenaje encubierto a Raíces profundas (1953) de George Stevens, pero tamizado por la impronta crepuscular y mitológica que el propio Eastwood, junto a Sergio Leone y Don Siegel, había instaurado en el western de las décadas previas. La presencia del forastero enigmático, el tono casi místico que envuelve su figura y la dinámica entre el pistolero solitario y la comunidad oprimida consolidan a este film como un testamento sobre la naturaleza espectral del héroe del western. La sombra de Shane, el icónico personaje de Alan Ladd, se proyecta en la enigmática silueta del Predicador de Eastwood, cuya llegada al pueblo minero se convierte en una aparición casi mesiánica, entre el mito y la realidad.

Ambas películas, desde su clasicismo y su revisitación de la mitología del oeste, fueron destellos efímeros de un género que se resistía a morir. 1985 se alzó como un oasis donde el western clásico encontró un espacio para brillar con renovada intensidad, recordándonos que, como las figuras de sus héroes, siempre cabalgará entre la luz y la sombra, entre el pasado y la eternidad.
Ecos de un oeste renacido: la recepción de Silverado y El jinete pálido
Como hemos dicho, el año 1985 marcó un hito inesperado en la historia del western, un género que muchos consideraban extinto tras la decadencia de su época dorada. Sin embargo, el estreno de Silverado y El jinete pálido revitalizó momentáneamente la mística del oeste en la gran pantalla. La crítica, el público y la taquilla reaccionaron de maneras dispares ante ambas obras, revelando las tensiones entre la nostalgia por el clasicismo y la búsqueda de nuevas narrativas dentro del género.

Desde su estreno, Silverado de Lawrence Kasdan fue acogida con entusiasmo por un sector de la crítica que valoró su intento de revitalizar los códigos del western clásico. Se alabó su exuberante puesta en escena, su respeto a la mitología fordiana y su estructura coral que evocaba el cine de Howard Hawks. No obstante, algunos críticos consideraron que el film se limitaba a ser un pastiche de referencias sin aportar una visión verdaderamente innovadora. Roger Ebert elogió su energía y su espíritu de aventura, mientras que Pauline Kael fue más escéptica, sugiriendo que la película se recreaba en la imitación sin una verdadera alma propia.

En taquilla, Silverado obtuvo resultados moderados. Con un presupuesto de 23 millones de dólares, recaudó cerca de 32 millones a nivel mundial, lo que si bien no la convirtió en un fracaso, tampoco la consolidó como un fenómeno comercial. Su éxito fue más bien simbólico, funcionando como un homenaje para los amantes del género, aunque sin alcanzar un impacto generalizado en el gran público.
Por otro lado, El jinete pálido de Clint Eastwood fue recibida con mayor fervor. La crítica reconoció en ella una evolución natural de la visión del western que Eastwood había forjado desde los tiempos de Por un puñado de dólares (1964) como actor y El fuera de la ley (1976) como actor y director. Su atmósfera espectral, su relación con Raíces profundas y su minimalismo narrativo fueron destacados como elementos de una obra que mantenía vivo el espíritu del género sin necesidad de caer en la mera emulación. Vincent Canby del New York Times la describió como “un western de una sobriedad majestuosa”, mientras que otros vieron en ella una suerte de elegía crepuscular.

En taquilla, El jinete pálido superó con creces a Silverado. Con un presupuesto de 7 millones de dólares, logró recaudar más de 41 millones solo en Estados Unidos, consolidando a Eastwood como uno de los pocos cineastas capaces de seguir haciendo westerns rentables en una era dominada por otros géneros. Su éxito comercial confirmó que el western, aunque moribundo, aún poseía un aura magnética cuando era manejado con la sensibilidad adecuada.
En retrospectiva, ambos filmes representan dos caminos distintos dentro de la resurrección del western en los años ochenta: Silverado como un ejercicio de estilización y amor por el clasicismo, y El jinete pálido como una meditación crepuscular sobre la leyenda del pistolero. Su recepción, tanto por parte del público como de la crítica, demuestra que, aunque el western ya no dominaba las carteleras como antaño, su espíritu aún tenía el poder de cabalgar por los paisajes de la memoria cinéfila.
