Crítica Por encima de la ley (1988)
Por encima de la ley (1988), el debut cinematográfico de Steven Seagal, es una pieza representativa de esa segunda división del cine de acción de finales de los años 80, una era en la que el género vivía una efervescencia sin precedentes. En aquellos años, los grandes estrenos como Jungla de cristal (1988) o Arma mortal (1987) dominaban las salas y establecían estándares narrativos y técnicos. Por el contrario, las películas de Seagal parecían destinadas a brillar en la intimidad del videoclub, donde el culto a los antihéroes de puño firme y diálogos escuetos florecía lejos de las luces de los grandes estrenos.
Dirigida por Andrew Davis, quien más tarde entregaría un clásico del género como El fugitivo (1993), Por encima de la ley se presenta como una obra artesanal. Construida alrededor de la presencia marcial de Seagal, cuya interpretación de Nico Toscani combina las artes marciales con un ethos justiciero casi monástico, la película evita cualquier pretensión de trascendencia narrativa o estilística. En el marco del thriller policiaco, la trama aborda temas como la corrupción institucional y el abuso de poder, tópicos recurrentes del cine de acción ochentero, pero aquí tratados con una gravedad que recuerda levemente al cine de conspiración de los años 70, aunque sin alcanzar ni la complejidad ni la densidad psicológica de obras como Todos los hombres del presidente (1976).
La película se inscribe también en una tradición casi pulp, en la que el protagonista, imbuido de una moral inquebrantable, actúa como un cruzado moderno. Seagal, aunque limitado en registros actorales, logra construir un arquetipo peculiar: su impasividad y dominio físico no buscan empatía, sino establecer un aura de invulnerabilidad. En ese sentido, Nico Toscani es menos un personaje que una encarnación: el guerrero urbano que mezcla la filosofía zen con la brutalidad de la calle. Este tipo de héroe podría dialogar con los personajes de las novelas de Don Pendleton o incluso con ciertos arquetipos solitarios de la literatura de Raymond Chandler, aunque Seagal carece del cinismo y la poesía inherentes a los antihéroes de Marlowe. Crítica Por encima de la ley (1988)
Visualmente, la película refleja el espíritu del cine de acción ochentero, con un Chicago nocturno de calles mojadas, humo omnipresente y un aire de amenaza latente. Esta estética, deudora de la iconografía de filmes como Calles de fuego (1984), funciona como un microcosmos del género: la urbe como campo de batalla, un espacio hostil donde el bien y el mal se enfrentan en pugnas sin grises.
Lo interesante de revisitar Por encima de la ley en la actualidad es su capacidad para evocar un tipo de cine que, aunque nunca se consideró arte mayor, supo capturar el zeitgeist de una generación. El paso del tiempo ha otorgado a películas como esta un matiz nostálgico que las eleva más allá de sus limitaciones. Aunque Seagal nunca aspiró a las cumbres interpretativas de un Bruce Willis o un Mel Gibson, su figura se ha mantenido como un ícono cultural, casi kitsch, cuyo estilo rígido y autocomplaciente lo ha convertido en un símbolo inconfundible de esa época.
En definitiva, Por encima de la ley no es una obra maestra ni lo pretende ser. Es un recordatorio de un cine que no aspiraba a la posteridad, pero que, irónicamente, ha encontrado en la memoria colectiva un lugar más significativo que en su momento de estreno. Quizá el verdadero mérito de este tipo de películas no radica en lo que fueron, sino en lo que representaron: una puerta de entrada para jóvenes cinéfilos que, fascinados por el estruendo de las balas y la coreografía de los golpes, descubrieron un amor por el cine que los llevaría, con el tiempo, a explorar los paisajes mucho más vastos de este arte. Crítica Por encima de la ley (1988)