Los Nuevos Extraterrestres (1983)

Los Nuevos Extraterrestres (1983)

Dentro del vasto universo de películas de ciencia ficción de los años 80, algunas son recordadas por su audacia visionaria (Blade Runner), otras por su atmósfera tensa y sobrecogedora (Alien), y luego tenemos Los Nuevos Extraterrestres (1983), que es recordada, principalmente, por tener el valor de existir. Dirigida por Juan Piquer Simón, esta película ofrece una experiencia visual y emocional tan desconcertante como surrealista, comparable quizás a lo que sentiríamos si fuera posible presenciar un episodio de Barrio Sésamo en medio de un concierto de heavy metal.

El filme comienza con una premisa tan fascinante como genérica: un meteorito cae en la Tierra y, por supuesto, contiene algo más que rocas. Lo que sigue es una mezcla de horror, aventura y comedia involuntaria que genera una disonancia tonal tan grande que parece que varios géneros de cine decidieron organizar una fiesta sorpresa, pero nadie se puso de acuerdo en el tema.

Uno de los pilares sobre los que se sostiene esta maravilla cinematográfica es Trumpy, el extraterrestre. ¡Ah, Trumpy! Una criatura que parece haber sido diseñada por un equipo que nunca antes había visto un alienígena en pantalla, pero había oído vagamente rumores sobre E.T. Si E.T. fue una metáfora sobre la empatía, la soledad y la conexión humana con el cosmos, Trumpy es más bien una alegoría sobre los peligros del mal diseño en gomaespuma y efectos especiales que parecen obra de una feria de barrio. Sus poderes, que incluyen la capacidad de mover objetos y hacer trucos de magia dignos de un espectáculo de magia infantil, son tan ambiguos como la razón por la que aún lo seguimos observando con fascinación.

La película juega con dos narrativas que parecen estar en constante competición por ver cuál de ellas puede ser más absurda: la historia del niño que se hace amigo de Trumpy, que remite a un intento fallido de coming-of-age intergaláctico, y la historia de los adolescentes que se ven acosados por otro alienígena mucho más violento. Sin embargo, lo verdaderamente aterrador no es el monstruo en sí, sino la absoluta desconexión entre ambas tramas. Es como si dos guiones hubieran sido fusionados sin ningún intento de coherencia narrativa. El resultado es un pastiche de horror y comedia que, en lugar de producir terror o risa, genera una perplejidad casi filosófica.

La dirección de Juan Piquer Simón es digna de estudio, en el sentido más académico de la palabra. Simón logra la proeza de dirigir a los actores como si todos estuvieran en películas diferentes. Las actuaciones varían entre el terror angustioso y la despreocupación absoluta, a veces en la misma escena. Los diálogos, por su parte, parecen haber sido escritos por alguien que perdió una apuesta. Frases como “¡Tienes poderes, Trumpy!” son pronunciadas con una seriedad digna de Shakespeare, mientras el público se pregunta si todo esto es una broma de proporciones cósmicas.

Y no podemos olvidar la banda sonora. Si bien E.T. contó con la magistral partitura de John Williams, Los Nuevos Extraterrestres ofrece una experiencia musical que es, cuanto menos, “inusual”. Los sintetizadores ochenteros suenan como si hubieran sido grabados dentro de una licuadora, creando una atmósfera que oscila entre lo estridente y lo inexplicablemente entrañable.

Los Nuevos Extraterrestres (1983)

En cuanto al aspecto técnico, los efectos especiales merecen una mención especial. El alienígena violento (no confundir con Trumpy, nuestro incomprendido amigo galáctico) parece haberse escapado de una tienda de disfraces barata. La combinación de criaturas, rayos de luz y explosiones improvisadas forman un coctel visual que desafía no solo las leyes de la física, sino también las del buen gusto. Sin embargo, en su torpeza hay algo casi poético, como si la película se rebelara conscientemente contra cualquier intento de ser tomada en serio.

Al final, Los Nuevos Extraterrestres no es una película que deba verse por su narrativa coherente o por sus efectos especiales espectaculares. Más bien, es una especie de experiencia extracorporal, un viaje al subconsciente colectivo de los cineastas que, claramente, estaban influenciados por algo mucho más poderoso que el sentido común. A través de su torpeza, su mezcla de géneros y su encanto accidental, la película logra lo que pocas otras pueden: convertirse en una obra maestra del mal cine, una pieza de culto que se disfruta más cuanto menos se intente comprenderla.

Así que, al final, quizás Los Nuevos Extraterrestres es una metáfora sobre la condición humana, sobre cómo buscamos sentido en un mundo caótico e incomprensible. O quizás, solo es un despropósito maravilloso en el que un extraterrestre de gomaespuma con poderes mágicos intenta hacernos reír, llorar y preguntarnos qué diablos estamos haciendo con nuestras vidas.

En cualquier caso, Trumpy siempre tendrá un lugar en nuestros corazones… aunque nunca sepamos realmente por qué.

Los Nuevos Extraterrestres (1983)