Aunque ‘En busca del arca perdida’ preceda en el tiempo, es crucial recordar que Amblin cobra vida auténticamente a partir de E.T., el extraterrestre. Este nacimiento no solo representa un hito en la historia de la productora, sino también un momento decisivo en la carrera de Steven Spielberg. Hasta la llegada del entrañable alienígena, Spielberg ya había consolidado su reputación como director con obras de gran calado cinematográfico como El diablo sobre ruedas (1971), Loca evasión (1974), 1941 (1979), Tiburón (1975), Encuentros en la tercera fase (1977) y En busca del arca perdida (1981). Estas películas demuestran un enfoque más adulto, oscuro y a veces incluso aterrador, evidenciando su maestría en géneros más serios. Sin embargo, el abrumador éxito de E.T. no solo transformó a Spielberg en un productor consolidado, sino que le brindó una nueva perspectiva sobre el cine: una visión más comercial y accesible, que buscaba llegar a un público más amplio y heterogéneo.
Si bien Indiana Jones y el templo maldito fue producida por Lucasfilm para Paramount, desvinculada formalmente de Amblin, la mano de Spielberg como director infunde en ella ese inconfundible «espíritu Amblin». La inclusión de un joven coprotagonista y un tono más humorístico y ligero evidencian que esta segunda entrega del arqueólogo más famoso del cine, se adentra de lleno en los terrenos de Amblin, alejándose sutilmente del tono más serio y aventurero que caracterizaba a su predecesora. El cambio no es accidental: El templo maldito es una pieza que refleja la evolución de Spielberg, quien ya empezaba a conjugar la magia y la aventura con una narrativa más juguetona y cercana al público familiar.
SOMBRAS Y LUCES
En el vasto universo de la cinematografía, pocas obras han logrado conjugar con tal maestría la ambivalencia de lo oscuro y lo burlesco como Indiana Jones y el Templo Maldito (1984). Esta segunda entrega de las aventuras del icónico arqueólogo, bajo la dirección de Steven Spielberg, se erige como una obra singular en la franquicia, destacándose no solo por su audaz experimentación temática, sino también por su estilización visual inimitable.
Desde el principio, El Templo Maldito desafía las convenciones establecidas por su predecesora al sumergir al espectador en una atmósfera de creciente opacidad y desasosiego, donde la luz y la sombra juegan una danza siniestra. La película se abre con una paleta de colores intensamente saturada, donde el rojo predominante se erige como un símbolo visceral del infierno y la oscuridad que envuelve a Indiana Jones y sus compañeros en el intrincado laberinto del templo de las piedras de Anakara. Este rojo, implacable en su intensidad, no solo marca el tono visual de la película, sino que también actúa como una metáfora visual de la desesperación y el tormento que acecha en cada rincón del enigmático santuario.
La dualidad entre lo macabro y lo jocoso, tan distintiva en esta secuela, se manifiesta en un equilibrio casi alambicado: la crudeza de los sacrificios humanos y las visiones infernales se entrelazan con el humor mordaz y la ligera burla que caracteriza a los personajes, especialmente al propio Indiana Jones. Spielberg, al desviar el foco de la épica heroica hacia una travesía más irónica y grotesca, ofrece una reflexión sobre la naturaleza del heroísmo mismo y su capacidad para mantener la humanidad frente a lo abominable.
En este contexto, la elección estilística del color y la tonalidad se convierte en un comentario visual sobre la condición humana, donde el rojo ardiente del fuego y la sangre actúa como un contraste al cinismo burlesco que permea el relato. Esta dicotomía, inusual en el cine de aventuras, dota a El Templo Maldito de una profundidad única y una resonancia duradera, asegurando su lugar como una pieza destacada en el corpus de Spielberg y en el canon cinematográfico en general.
Lobby Cards de Indiana Jones y el templo Maldito
La película | Crítica
Más terror. Más humor. Más Indiana.
Y, sorprendentemente, ni un solo nazi. En Indiana Jones y el templo maldito (1984), Steven Spielberg toma la arriesgada decisión de no intentar superar lo que muchos ya consideraban inmejorable: En busca del arca perdida. Y es precisamente esa falta de pretensión lo que hace de esta secuela una obra que destaca por su personalidad propia. Desde el electrizante inicio con un número musical protagonizado por Kate Capshaw, interpretando a la perfección una versión de Cole Porter en mandarín, queda claro que Spielberg busca, desde el primer fotograma, marcar una distancia respecto a la primera película. En esta ocasión, la historia de Indiana Jones se adentra en un territorio aún más pulp, que evoca los seriales de aventuras clásicas, casi como si de una reinterpretación de Tarzán se tratara, rodada en los años 40 o 50 con decorados de cartón piedra y un sentido deliberado de la exageración y la fantasía.
A pesar de un inicio que puede parecer más ligero y desenfadado, la película nunca se torna tediosa. Spielberg equilibra hábilmente la comedia –con una Capshaw cuya interpretación de la corista Willie puede resultar a ratos cargante, pero siempre salvada por el humor– con la acción y la emoción. La relación romántica entre Indy y Willie, aunque menos explosiva que en su predecesora, adquiere más chispa gracias a la presencia de Ke Huy Quan, el joven coprotagonista que aporta un toque encantador y cómico, haciendo que la dinámica entre los personajes se asemeje a una buddy movie en toda regla.
Pero lo realmente memorable de El templo maldito llega cuando la trama se intensifica, a partir de que Indy despierta de su letargo alucinógeno, desencadenando una serie de secuencias que son pura adrenalina: la persecución en la vagoneta minera y la épica batalla sobre un puente colgante son momentos que ya se han convertido en hitos del cine de aventuras. Solo por estas escenas, la película se erige como un referente indiscutible del género, culminando con un beso final que bien podría competir con las escenas románticas más icónicas del cine, como las de La Guerra de las Galaxias (1977). Este cierre es una verdadera celebración del blockbuster, un broche de oro que redondea la experiencia cinematográfica, dejando al espectador con la satisfacción de haber presenciado algo memorable.
Insisto: aunque pueda haber pequeños defectos en Indiana Jones y el templo maldito, la grandeza de sus momentos clave es tal que cualquier minucia se diluye en la espectacularidad del conjunto. Y tanto es así, que esos defectos ya no los recuerdo.