En 1984, el baile, la danza, la música pop y la búsqueda del éxito están de moda gracias a «Flashdance» (1983), de Adrian Lyne, a «Fama» (Fame, 1980), de Alan Parker, y a la serie posterior de igual nombre (1982-1987), y Lucio Fulci se arrima a todo esa corriente de éxito al situar su «giallo» en una escuela de danza de la ciudad de Nueva York. Pese al oportunismo que supone crear en ese momento un film de horror y crímenes en ese escenario, la verdad es que el resultado no sólo es interesante sino convincente, con una trama en la que, como de costumbre en el «giallo» italiano, los crímenes son ejecutados con el debido barroquismo narrativo, y las apariencias engañan, y mucho, en torno a un supuesto asesino, y una supuesta víctima.
Fulci, cómo no, hace su acostumbrada y pequeña aparición en pantalla. Hay que destacar a los dos actores protagonistas, Olga Karlatos y Ray Lovelock; la escena del sueño del personaje de Karlatos, tal vez lo mejor del film, y, por supuesto, el cuidado puesto en todos los aspectos visuales de este largometraje -fotografía, escenografía, iluminación-, que resulta, así, mucho más sofisticado de lo que podría parecer en un juicio apriorístico.
Para mí es un «giallo» muy recomendable.
Una academia de baile y un puñado de jóvenes y calientes féminas: pueden ser los ingredientes perfectos para una sangrienta y brutal pesadilla, volviéndose así mucho más divertida que un musical.
Atravesar la mitad de los ’80 para un cineasta veterano era muy importante; Lucio Fulci la pasó, no se sabe si con más pena que gloria pero la pasó, aunque todo lo que relució en sus anteriores trabajos se estaba evaporando, y él parecía contribuir a ello con sus decisiones. Tras fracasar de forma estrepitosa con dos propuestas centradas en el fantástico de la talla de «La Conquista de la Tierra Perdida» y la simpática peripecia futurista «Roma; Año 2.072 d.C.: Los Gladiadores», el italiano se dejó de tonterías y volvió a sus raíces.
Eso significó retomar sus relatos de crímenes y psicópatas abandonados unos años antes en «El Destripador de New York», es decir, el «giallo», donde siempre pudo demostrar sus innatas habilidades para lo sórdido y lo grotesco. Sin embargo, en lugar de resucitar su fascinante barroquismo opta, junto con los guionistas Gianfranco Clerici, Vicenzo Mannino y Roberto Gianviti, por seguir más de cerca las tendencias de moda del «slasher» «made in U.S.A.», muy influenciado por el género italiano y que está cosechando éxito en ese momento, y sobre todo el cine musical para jóvenes.
De ahí que el escenario se centre en New York y la historia alrededor de un grupo de muchachos que se preparan para triunfar en una dura escuela de danza. El público al que se apunta es evidentemente post-adolescente; atención a esa apertura que nos regala el director, con las sudorosas alumnas contoneándose sin parar y embutidas en unas vestimentas, demasiado ligeras en mi opinión, que harían reventar el termómetro de una cámara frigorífica. Este prólogo revela dos datos muy importantes: que pese a la horrible música que han de bailar las actrices se esfuerzan mucho físicamente y que no hay sensualidad juvenil comparable a la de los ’80.
Claro, hablamos de 1.984 y era la época de que chicos y chicas deslumbrasen con títulos como «Flashdance», «Body Rock», «Breakin'», «Purple Rain», «Footloose», la mamarrachada de Stallone «Staying Alive» o la catódica «Fama», una de las principales inspiraciones para la profesora (el atroz momento en que acucia a sus pupilos a lograr el éxito a cualquier precio (incluso si deben olvidar la muerte de un compañero) evoca las similares palabras de Debbie Allen en la serie). En este ambiente tan «kitsch», musical y competitivo se desatan una serie de muertes en la mejor tradición del género.
Tan tradicional que llega a recordar al «Suspiria» de Argento despojada de toda su parafernalia esotérica. Pero los códigos que sigue Fulci son mestizos, premeditadamente americanos sin abandonar del todo la esencia mediterránea; de ahí que los homicidios se produzcan de una forma tan convencional pero introduciendo a un asesino siempre atacando desde su punto de vista (detalle clásico del «giallo») cuya arma es un alfiler. La trama se inicia con la muerte de Susan (desnuda en las duchas, típico del «slasher»), y así ésta, en lugar de centrarse en las tensiones que empiezan a brotar entre los compañeros, lo hace desde la perspectiva casi puramente policial, con un detective que habla mucho pero no hace nada (otro clásico del «giallo»).
Realmente «Murderock», mientras hay crímenes, sospechas y desnudos gratuitos aquí y allá, fluctúa entre la investigación del socarrón y expeditivo policía y la historia que se construye alrededor de un personaje tan poco interesante y harto irritante como el encarnado por una guapa Olga Karlatos (regresando junto al director tras muchos años desde «Zombi 2» y a quien también podemos ver en «Purple Rain»), que remite a la Virginia Ducci de «Siete Notas en Negro». Pero gracias a que se profundiza en esta Candice se desvela una de esas claves obligatorias del cine de Fulci.
Y es intentar proponer una resolución al argumento por medio de los sueños y las visiones, porque para él lo verdaderamente siniestro viene siempre de otro lado, del inconsciente y lo invisible, y por una brecha de éstos penetra en el mundo real destruyéndolo todo hasta los cimientos; de ese otro plano de realidad procedían los males desatados en «El Más Allá», siendo absorbido todo razonamiento narrativo por los pliegues confusos de la ilógica. De ahí que la pesadilla de Candice, que podría haber rodado un inspirado DePalma, se erija como la secuencia más poderosa del film.
Un estilo y elegancia a través del terror que desgraciadamente no se muestra después al mismo nivel. Pero si hay algo que aleje «Murderock» de otras obras de Fulci, además de su estética, es la decisión de reducir la violencia hasta límites que ni siquiera yo imaginé, resultando recatado en comparación con lo que se mostraba en el momento; así que esto poco o nada tiene que ver con la suciedad que emanaba de los viscosos y asfixiantes poros de «El Destripador de New York». Y para rematar la banda sonora del mítico Keith Emerson (quien también puso música a «Inferno»), aquí escorado por completo hacia un «techno pop» y «disco» acompañando a coreografías de vergüenza ajena.
Cuesta no divertirse con el impagable Cosimo Cinieri en su versión arisca y trasnochada de Colombo ni sentir debilidad por las preciosas Angela Lemerman, Maria Tolazzi y las demás chicas; aunque los personajes, entre detestables y extraños (no hay más que ver quién resuelve el misterio…) están hechos para que nos importen muy poco. Fulci, por cierto, tiene su habitual cameo.
Ya muy afectado de salud, no pudo llevar a cabo una trilogía «giallesca» centrada en el mundo del espectáculo, siendo «Murderock» la supuesta primera parte. No es de sus mayores logros, y a partir de aquí la cuesta abajo sería tremenda, pero conserva algo de encanto y atractivo (el de las féminas en especial); con la de «giallos» y «slashers» que he visto y aun así me ha resultado un pasatiempo de lo más entretenido.