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«La cosa del pantano» (1982): una oscura joya vegetal ahogada en el lodo del cine clase B

Hay películas que, con el paso del tiempo, se consagran como reliquias del séptimo arte; y luego está La cosa del pantano (1982), una creación que desafía tanto las leyes de la biología como del buen gusto, pero que, contra toda lógica, se mantiene a flote como una entrañable rareza. Dirigida por Wes Craven, un cineasta cuyo nombre se asocia con el terror psicológico y los pesadillescos horrores de los suburbios, uno se pregunta qué lo motivó a adentrarse en los terrenos húmedos y fétidos de este melodrama vegetal con superpoderes.

El delirio de lo campestre

La película, basada en el cómic de DC creado por Len Wein y Bernie Wrightson, nos presenta al Dr. Alec Holland (interpretado por Ray Wise), un científico cuyo proyecto botánico lo transforma, en un desafortunado accidente de laboratorio, en una masa de musgo antropomorfa, mejor conocida como la Cosa del Pantano. ¿Una tragedia shakespeariana sobre los límites de la ciencia? No, aquí la sutileza queda enterrada bajo un festín de efectos especiales rudimentarios y guiones que parecen haber sido concebidos entre descansos de rodaje.

El diseño del monstruo, interpretado por Dick Durock, evoca más a un disfraz de Halloween barato que a una poderosa entidad biológica. Su complexión, a medio camino entre una ensalada pasada de fecha y un hombre aplastado por algas marinas, transmite una clara sensación de incomodidad, como si el mismo actor estuviera constantemente preguntándose cómo su carrera había llegado a este punto. Y sin embargo, en su tosco verdor, hay un toque de encanto. El diseño de la criatura es tan absurdamente malo que termina siendo brillante: no estamos ante el Frankenstein de Boris Karloff, sino ante una versión mojada y empantanada de él.

El guion: una parodia no intencional

El guion de La cosa del pantano es una pequeña obra de arte en sí misma, aunque no de la forma en que uno podría desear. A lo largo de los diálogos, que oscilan entre lo telenovelero y lo inexplicablemente técnico, se evidencia una falta de autoconciencia tan brutal que uno no puede evitar reírse en los momentos más inoportunos. La historia de amor que intenta florecer (metafóricamente, claro está) entre el monstruo y Alice Cable (Adrienne Barbeau) parece sacada de una mala novela romántica de quiosco. El espectador se enfrenta al desafío monumental de creer que alguien podría enamorarse de una criatura que parece un brócoli gigante en descomposición.

Es fascinante, y un tanto desconcertante, que Wes Craven, maestro del terror psicológico y mente tras Pesadilla en Elm Street, haya aceptado dirigir una película que rebosa de clichés y escenarios de cartón piedra. ¿Quizá necesitaba un respiro de los horrores más complejos para sumergirse en algo que literalmente apestaba a podredumbre? Sea cual sea el motivo, su dirección aquí es tan seria que termina por resaltar lo absurdo del conjunto.

Un canto a lo camp: efectos especiales y acción

Ah, los efectos especiales. Aquí es donde la magia —o más bien, la torpeza— alcanza su máximo esplendor. Las explosiones, los rayos verdes y los golpes sobre coreografiados convierten cada escena de acción en una comedia no intencional. Las limitaciones técnicas de los efectos visuales, combinadas con el ya mencionado disfraz de la criatura, nos transportan a una época donde el cine B era celebrado por su ineptitud.

Especial mención merece el villano Anton Arcane, interpretado con el entusiasmo desmedido de Louis Jourdan, quien parece no haber recibido el memorándum de que estaba actuando en una película de ciencia ficción de serie B. Su transformación final en una criatura monstruosa es uno de los momentos más absurdos y deliciosamente ridículos del cine de bajo presupuesto. El disfraz del monstruo final, un híbrido entre un jabalí y una pesadilla mal diseñada, debería figurar en los anales de los errores cinematográficos más gloriosos.

El legado en el pantano del cine

Si bien La cosa del pantano de 1982 no es una película que pasará a los libros de historia como una obra maestra, ha conseguido algo que muchas películas no logran: perdurar. Su estética barata, sus actuaciones desmesuradas y su guion incoherente la han elevado a la categoría de película de culto. El cine B tiene un encanto especial que reside precisamente en su falta de pretensiones, y La cosa del pantano se deleita en su propia ridiculez con una entrega que pocos films logran alcanzar.

Sin embargo, no debemos confundir la nostalgia y el cariño que se le tiene con calidad. La película es, a todas luces, un despropósito. Pero es ese tipo de despropósito que se vuelve entrañable, como un perro mojado que se revuelca en el barro y luego intenta entrar en tu casa con cara de inocencia. Sabes que es un desastre, pero de alguna manera, te encariñas con él.

Conclusión: el pantano en el corazón del espectador

Ver La cosa del pantano es como adentrarse en las profundidades de un pantano cinematográfico. Es incómoda, espesa, y en muchos momentos piensas que te estás hundiendo en la mediocridad; pero de repente, te das cuenta de que estás sonriendo. Tal vez sea la nostalgia de una era en la que las películas de monstruos no se tomaban tan en serio. O quizá, simplemente, hay algo en esa enorme cosa verde y babosa que despierta en nosotros una simpatía inesperada. No es una obra maestra, pero no todas las películas tienen que serlo. Algunas, como esta, solo necesitan existir para recordarnos que, a veces, lo más divertido es nadar en las aguas del mal cine.

En los años 80, películas de aventuras de baja calidad, con flojos efectos visuales, no tenían inconvenientes para estrenarse en cines, pero “La cosa del pantano” (¡pero qué cosa!), ni siquiera tuvo ese honor en España.

Hasta un maquillaje lastimoso se puede tolerar si se cuenta con una historia decente. No es el caso. El guion, sobre una pócima que crea monstruos, es de risa. Wes Craven es el responsable de la dirección y el guion, con lo que las excusas se le acaban.

Hay unos malos, entre ellos una especie de caricatura de Rambo, que incordian continuamente a la chica protagonista. Pero el amable monstruo verde la defiende una y otra vez hasta resultar cansino. Todo es muy repetitivo. Suele llevársela en brazos imitando a ese gran clásico que fue “La mujer y el monstruo” (1954).

En unas escenas de acción que sonrojarían al “Equipo A”, el monstruo recibe todo tipo de disparos y bombas sin ser abatido. Ya que es indestructible, el asunto tiene poca incertidumbre.

Podría pensarse que está dirigida a un público infantil menos exigente, pero no es así. Hay un momento en que la protagonista, Adrienne Barbeau, se deja de sutilezas y enseña los pechos al respetable. Vamos, que es un truño para adultos, por si había alguna duda. Incluso hay una especie de orgía, pero nuestros “malos” pasan de las chicas que se contonean y están reunidos en una mesa como si fuera una comida de empresa. Todo es fallido, hasta el inevitable secundario afroamericano presuntamente gracioso y entrañable.

El villano es una estrella del cine clásico, Louis Jourdan, quien arrastra su historia por el fango de este pantano. Qué lejos quedaron los tiempos de “Carta a una desconocida”, “Madame Bovary” o “El proceso Paradine”.
En todo caso, el antiguo galán de Hollywood, se fue contento con sus honorarios, porque apareció en la secuela. Tuvo un título muy original: “El regreso de la cosa del pantano”.