Hoy venimos con una de las grandes películas de aventuras de todos los tiempos. Fritz Lang decide regresar a su Alemania natal para dirigir una obra escrita por él y su mujer varias décadas antes de su marcha. El resulta es una obra maestra rotunda donde el color consigue una película más cerca del tebeo que del cine. Una joya irrepetible que tuvo una segunda parte llamada La Tumba India y que hoy CINEMATTE FLIX trae de forma gratuita para ti.
A finales de los años cincuenta, con sesenta y muchos años de edad, el realizador alemán Fritz Lang recibía la oferta del productor de origen polaco (y también judío) Artur Brauner, para retornar al cine europeo. Eran tiempos del europudding, en los que las coproducciones a múltiples bandas entre países europeos eran una constante. El proyecto en cuestión era rodar, para su firma Central Cinema Company (en coproducción entre Alemania Occidental, Italia y Francia), una nueva versión de la novela de su ex-mujer (y fiel colaboradora en tareas de guionista hasta su huida de Alemania tras el advenimiento del nazismo) Thea Von Harbou, titulada “Das Indische Grabmal”.
Esta novela ya había sido objeto de dos revisitaciones anteriores en el marco del cine alemán. La primera, de 1921, y dirigida por Joe May, había partido de un guión del propio Lang, de modo que el director vienés se aferró a la oferta como una forma de corregir aquellas modificaciones en su libreto original que le habían molestado e impulsado a situarse detrás de las cámaras, reverdecer viejos laureles (recordemos que sus últimos títulos norteamericanos -con la excepción del bellísimo fracaso comercial Los contrabandistas Moonfleet (Moonfleet, 1955)- habían sido películas lindantes con la serie B en blanco y negro) y retornar por la puerta grande al país del que había tenido que huir con lo puesto tras una famosísima conversación con Josef Goebbels.
Rodada en exteriores en Rajastán (India), e interiores en los estudios CCC de Berlín, la estructura del guión respetaba una de las primeras decisiones de Lang al adaptar originalmente el libro, es decir, dividir la acción en dos capítulos, creando así una especie de díptico articulado alrededor de un cliffhanger al final de la primera jornada, titulada “El tigre de Esnapur”, que serviría de nexo de unión con la segunda jornada, titulada, como la novela, “La tumba india”. A principios de los años veinte, época de la primera adaptación, los seriales cinematográficos de aventuras exóticas constituían uno de los géneros preferidos del gran público, desde Pearl White en los EEUU, hasta Fantomas en Francia.
En Alemania, el propio Fritz Lang visitaría frecuentemente la narración serializada con títulos como Las arañas (Die Spinnen, 1919), “Mabuse” (El Dr. Mabuse, 1922, El testamento del Dr. Mabuse, 1933 y Los crímenes del Dr. Mabuse, 1960) o, incluso, Los Nibelungos (Die Nibelungen, 1922-24). Y aunque a finales de los cincuenta se trataba de un procedimiento narrativo en vías de extinción (absorbido por los modos televisivos y su estructura por capítulos), el nombre de Lang y su prestigio internacional le abrieron las puertas para gestar un hermosísimo último hurra, anacrónico como pocos, que paradójicamente apenas pudo ser visto en su país de adopción. Remontado y condensado en un único largometraje, masacrado por un montaje dolorosamente infiel, en los Estados Unidos apenas tuvo repercusión comercial. Afortunadamente, su éxito europeo permitiría a Lang rodar aún otra película, un nuevo retorno a los orígenes encarnado en el Dr. Mabuse, antes de despedirse de la realización.
Hubo un tiempo en que los niños podían abrir, con sólo apretar un botón, ventanas a mundos lejanos e insólitos. Para los que, en aquellos tiempos remotos de un solo canal y doblajes portorriqueños, descubrimos el oasis de color hindú del díptico languiano en un mar de imágenes planas en blanco y negro, la inolvidable danza de Debra Paget (pletórica de belleza carnal) y la cobra, la caza del tigre del título, las reveladoras telarañas y los agudos claroscuros, constituirán siempre un sinónimo de cine con mayúsculas. Ahora, que las televisiones parecen haber desterrado el cine (incluso aquél con minúsculas) de sus programaciones, constituye un placer adicional volver a recorrer los subterráneos de palacio con nuevos y viejos espectadores que compartan la experiencia sensorial del cine trazado con mano maestra, lo difícil hecho sencillo, la memoria hecha sentimiento. Pasen y vean.